Novela política-profético-onírica
ambientada en la próxima guerra
que se desarrollará en la Argentina
luego de ser invadida
por las tropas de las Naciones Unidas.
Escrita por José Luis Núñez.

1: En el sur

El Periodista.

La cuatro por cuatro rodaba ligera por el asfalto que bordea al lago Rivadavia mientras Salvador Nielsen (h.) conducía ansioso por llegar hasta El Bolsón, donde esperaba poder reparar o reemplazar su teléfono satelital. Descontaba que ni en la villa ubicada en la punta norte del lago, por mal nombre La Bolsa, ni en Cholila, que se alzaba unos kilómetros más adelante, encontraría los elementos que buscaba ansiosamente para comunicarse con su colaborador en Buenos Aires.
La belleza del paisaje del febrero cordillerano, que conocía por haberlo recorrido reiteradamente en las últimas semanas lo distrajo de sus utilitarios afanes y de repente se encontró a si mismo, recordando divertido el origen de la denominación del pequeño poblado al que se aproximaba.
Este se nominaba oficialmente Villa Lago Rivadavia, pero la fama que había cobrado décadas atrás en los ambientes policiales por las constantes trifulcas que se armaban entre los peones de las estancias aledañas y sus pocos pobladores hizo que en el ambiente lo conocieran como “la bolsa de gatos”.
Un empleado del Automóvil Club Argentino que relevaba el lugar para confeccionar el mapa carretero de la zona -que luego era distribuido por todo el país- recibió este aporte anónimo e incluyó a la pequeña población con el nombre de “La Bolsa”, y de allí le quedó, para disgusto de sus vecinos.
Nielsen, porteño del barrio de La Boca, obedeciendo un mandato ancestral, había trocado –con gran disgusto familiar- su profesión de ingeniero agrónomo por la vocación periodística heredada de su padre, quien en las últimas décadas del siglo anterior había tenido una dilatada y destacada actuación en el entonces popular diario “Crónica” y en uno de los canales de la televisión de la capital argentina.
La buena fortuna había acompañado su empresa, y la amplia cultura que había adquirido en la biblioteca familiar le había permitido sobresalir fundamentalmente como cronista de hechos recientes que habían conmovido a la población.
El primero fue cuando casi sin quererlo, asistió al heli-desembarco de un cuerpo expedicionario yanqui en el chaco paraguayo, utilizando las instalaciones de la base “Mariscal Estigarribia” allí existente desde los años noventa.
Esta acción fue resistida por la población local de tal modo, que ocasionó a la “task force” más bajas que las que la buena conciencia norteamericana podía tolerar, lo que llevó a los “rangers” a replegarse a los navíos de la IV Flota que orillaba la costa atlántica en los últimos años, dejando tras ellos, miles de víctimas entre la población civil.
Esta fuerza naval había sido reforzada recientemente con el porta-helicópteros nuclear “Barack Obama”, así bautizado en homenaje al ex presidente estadounidense trágicamente desaparecido a poco de iniciar su segundo mandato.
Nielsen y el fotógrafo que los acompañaba (y que murió en el lugar) documentaron profusamente cuando los pobladores enfrentaron simultáneamente a los norteamericanos y a su propio gobierno, que recibía a los gringos con los brazos abiertos.
Cuando mataron a su compañero, con la ayuda de esa misma población logró cruzar hasta Bolivia y desde allí, viajando oculto en camiones cocaleros, llegó hasta Santiago de Chile, donde pudo publicar su historia en “El Mercurio”.
La veraz y documentada narración contradecía diametralmente la información publicada por la prensa guaraní y repetida por los diarios y la televisión brasileña y argentina, que negaba la incursión de los “marines” y atribuía la decisión del presidente paraguayo de implantar el estado de sitio a “graves desórdenes originados por los movimientos de los sin tierra”.
El hecho que un importante medio parisino recogiera la nota del matutino chileno y la esparciera por todo el mundo logró que su firmante, Nielsen, se convirtiera de la noche a la mañana, en periodista estrella y con fama de corresponsal de guerra.
El multimedio francés envió un representante para conocer a ese periodista argentino de nombre nórdico y ahí nomás lo conchabó de modo tal que en menos de un año pudo afianzar su prestigio profesional con otras historias que narró con un estilo muy personal, que atrapaba a sus lectores.
Su presencia en el sur argentino obedecía precisamente a la solicitud francesa de conocer, de primera mano, que ocurría en la convulsionada Patagonia.
Tras una curva de la ruta, el enorme agujero que apareció a su vista, lo obligó a detener la marcha. Delante suyo, literalmente faltaban varios metros de asfalto todo a lo ancho del camino.
El profundo pozo que vio y los trozos de concreto y hierro que lo rodeaban, lo llevó a presumir que la alcantarilla que permitía el paso de un arroyo en ese momento seco, había sido volada por alguno de los grupos de irregulares que operaban en la zona con los que había intentado infructuosamente contactarse en los últimos días para ampliar su relato periodístico.
Confiado en las capacidades técnicas de la camioneta que había alquilado en Bariloche, y acuciado por la ansiedad de enviar la nota que dormía en su laptop, Nielsen decidió bordear el cráter por el lado de la falda del cerro, opuesto al lago. Se acomodó en su butaca y contrariando a su costumbre, tuvo dos gestos que probablemente contribuyeron a salvarle la vida.
Uno, abrocharse el cinturón de seguridad y otro, musitar la jaculatoria al Angel de la Guarda que la había enseñado su madre, de niño.
Dejando el camino a su izquierda, aceleró en segunda para trepar la cuesta y descender luego al otro lado del enorme zanjón.
Los pobladores que lo encontraron medio muerto entre los restos destrozados del vehículo, dijeron a la policía que los interrogó en Esquel, a cuyo hospital lo trasladaron de inmediato, que “el porteño había intentado vadear el pozo, y seguro pisó una mina que habrían plantado los mismos que volaron la alcantarilla”.
Y alguno de ellos hablaba con pleno conocimiento de causa.


El médico.

Las ciudades patagónicas habían adelantado mucho en los últimos años. Ejemplo de ello era el nuevo hospital de Esquel, que contaba con los profesionales y la tecnología que, para orgullo de los habitantes de la hermosa villa andina, les permitía compararlo con los mejores establecimientos del “norte”, término con el que los locales se referían a Buenos Aires.
Este hospital había sido diseñado y construido para atender a la población local, que se había duplicado en la última década, y servir como centro de transferencia de casos agudos a las poblaciones cercanas, algunas de las cuales habían sido desarrolladas durante el pasado “Plan Quinquenal”, y estaban habitadas fundamentalmente por jóvenes familias provenientes de Rosario, el Gran Buenos Aires, y Córdoba.
El sub-director, doctor García, que estaba ese lunes al frente del establecimiento por el viaje del Director, vivía con su familia en Trevelín, pequeña y armoniosa población aledaña. En un alto de su constante trajín de cama en cama y de servicio en servicio, se sentó al sol a fumar un cigarrillo.
Dos años atrás, todavía en España, había sentido el pecho estrujado por un ramalazo de nostalgia. Aquella tierra le había permitido desarrollarse como profesional y criar sus hijos, y a su modo, la quería. Lo había acogido cuando decidió poner distancia con los lugares que le recordaban la tragedia de su familia.
Su padre, dirigente peronista con amplio predicamento en sectores juveniles, integraba la luctuosa lista de “desaparecidos” que legó a la sociedad argentina el gobierno militar que rigió el país entre los años 1976 y 1983. El era un niño cuando una noche de 1978, una fuerza militar irrumpió en su casa santafecina y entre gritos y llantos de él mismo y de sus dos hermanos, se llevó a su padre a quien no volvieron a ver jamás.
Si bien la entereza y férrea voluntad materna les permitió sobrevivir al dolor, tanto él como sus hermanos experimentaron una sensación muy difícil de describir y conceptualizar psicológicamente.
El padre no estuvo cuando ellos lo necesitaron, en la escuela, en su primera comunión, en los partidos de fútbol del club, en fin, en los mil momentos en que un niño levanta la mirada buscando la aprobación en el gesto paterno.
Y ese sentimiento agriaba su espíritu y lo enfrentaba, silenciosamente, con una sociedad que –creía- no sabía de su sufrimiento.
Para peor, los sucesivos gobernantes elegidos democráticamente a partir de 1983 con sus desaciertos, con sus negociados y con sus traiciones a las promesas de campaña, terminaron de convencerlo. Debía buscar otros horizontes.
Ya médico, se le hizo fácil tentar suerte en España. Y allí había ido, a principios del nuevo milenio, con sus dolores y sus esperanzas. Se había establecido y perfeccionado, y obtenido una consolidación profesional y económica que su patria no podía darle.
Pero las noticias que recibía de La Argentina no dejaban de horadar la coraza que había construido y usado para sobrevivir. Su madre y sus dos hermanos menores, la “del medio” odontóloga y el menor, médico como él, le transmitían y comentaban los avatares del país para él, lejano.
Un día lo asaltó, desde adentro del pecho, un angustioso llamado al regreso, lo que –habiendo vivido casi veinte años allá, con hijos nacidos y criados en Europa- no era moco de pavo.
El incierto clima social de España y de toda Europa en general, proveía abundantemente de bienes materiales, pero mezquinaba ese ambiente de familia y de amistad que conoció en Santa Fé y añoraba profundamente.
En realidad, no le gustaban muchas cosas que veía a su alrededor. Era como si la abundancia económica hubiera disipado la hidalguía del español y hecho aflorar sus peores vicios. Su mujer pensaba de modo similar, lo que le permitió analizar positivamente las posibilidades que le ofrecían para que regresara.
Realmente, en el 2019 La Argentina aparecía nuevamente a los ojos del mundo como un oasis para todos los pueblos cansados de locura y sufrimientos.
Pero para él, argentino, tenía un mayor acicate. En el fondo de su alma, sabía que su padre había muerto por soñar un país mejor y más justo para todos, y creyó vislumbrar que había llegado el momento de testimoniar su compromiso con aquel ejemplo.
El gobierno surgido en su país después de la breve pero cruenta guerra civil del 2012, había retomado las mejores banderas históricas, que habían provocado la admiración de vecinos y lejanos a lo largo de su ajetreada historia.
Y la población, cansada de políticos tránsfugas y corruptos que se peleaban solo para tratar de robar más y mejor, dio masivamente un paso al frente y produjo un verdadero e inédito “trasvasamiento generacional” asumiendo resueltamente las riendas de la cosa pública en todos los niveles del gobierno lo que permitió, en poco más de un lustro, poner al país de pié y esperanzado en su futuro.
Lo cual confirmó una frase que había hecho famoso a un ya desaparecido político de origen sindical, que hacia 1990 había expresado “si los dirigentes dejamos de robar por dos años, acá se arregla todo solo”. En el exterior se decía que La Argentina crecía de noche, mientras sus dirigentes dormían.
Fuere como fuere, el panorama que el doctor García tenía ante si terminó de convencerlo. Y aceptó el ofrecimiento que le hizo llegar la embajada argentina, para tomar parte del “Proyecto Tehuelche”, como denominaron las autoridades a la ambiciosa aventura de poblar ordenada y planificadamente la hasta entonces casi desierta Patagonia.
Así, sin preparar siquiera sus valijas, se vio investido de su actual cargo.

Con su segundo cigarrillo, rememoró su llegada a Santa Fé, donde toda su familia se vio rodeada de tíos y primos que alegremente le recordaron su pertenencia al lugar donde los argentinos comenzaron a denominarse precisamente de tal modo.
Y entonces, desde lo más recóndito de su espíritu, supo que había hecho lo correcto.
Durante una corta semana recorrió personas y paisajes que le eran amables y entrañables y saboreó la incomparable cocina santafecina.
Surubí, dorado, patí, armado. Sabores que el pescado español no había podido reemplazar.
Cuando por fin se dirigió al sur, no pudo evitar asombrarse de los profundos cambios producidos en tan escaso tiempo. Había recorrido un sector patagónico cuando joven, y recordaba los inmensos desiertos de su estepa. Ahora, desde las ventanillas del veloz ferrocarril trans-patagónico recientemente inaugurado advertía obras de riego, plantaciones, usinas, pueblos nuevos que en cada parada del tren recibían contingentes de pasajeros que se sumaban a la algarabía de cada estación.
Casi nada recordaba los pueblos que había conocido otrora, de opacas casas de adobes que cobijaban a los paisanos que se atrevían a enfrentar a una naturaleza indómita y hostil. Natura que continuaba siendo hostil, pero estaba siendo domada por el hombre.
La utopía que encarnó el “Proyecto Tehuelche” había devuelto a los argentinos el sentido epopéyico de la existencia que había animado a generaciones anteriores, y los sacó del pozo de depresión social al que los habían conducido décadas de pésimos gobiernos.
Miles de jóvenes que no avizoraban futuro en los suburbios de las principales capitales del país, fueron los primeros en sumarse como mano de obra en las grandes construcciones que demandó la empresa que acometió el gobierno. Miles de técnicos, cientos de ingenieros, se trasladaron al sur del rio Colorado, dispuestos a fundar una sociedad nueva.
Todas las industrias existentes vieron colmada su capacidad productiva. hasta entonces ociosa en gran parte, ante los requerimientos de las oficinas estatales que planificaban y ejecutaban el ambicioso proyecto que preveía incluso, la re-localización austral de muchas de esas empresas.
También fue necesario recurrir al concurso de los países vecinos, que como Bolivia y el Paraguay, tradicionalmente proveían a La Argentina de grandes contingentes de operarios. Pero con el nuevo plan, venían a quedarse, porque sabían que una de las casas que construían, era asignada de inmediato a su familia, asegurándole además educación, esparcimiento y atención sanitaria.
Mientras tanto, cientos de miles de niños y jóvenes organizados conforme a las normas del scoutismo, abandonaban periódicamente las grandes ciudades para tomar contacto con la naturaleza, recrear entre ellos perdidos lazos de solidaridad y fraternizar con los argentinos del interior del país.
En pocos años las tristemente célebres “villas miserias” que orillaban a las principales ciudades argentinas, quedaron vacías, y los pocos habitantes que –empedernidos por años de mañas- resistieron el espontáneo ofrecimiento, fueron reubicados en barrios dignos, en algunos pocos casos, por la fuerza.
Y las ciudades del “norte” se vieron adornadas de grandes espacios que así recuperados, fueron forestados de verde recordando a sus habitantes que abajo del cemento, siempre está la pampa.
Si bien su madre y hermanos lo tenían al tanto de este proceso cuando todavía vivía en España, no había podido evitar el asombro que le producía contemplar los cambios ocurridos y que fue observando a lo largo del recorrido ferroviario entre Santa Fé y Paso de Indios, donde lo esperaba una combi que lo llevó hasta Esquel.
De esas cavilaciones lo arrancó el sonido estridente del llamador que llevaba a la cintura, reclamando su presencia en la guardia del hospital.
La llegada simultánea de dos heridos graves movilizó a gran parte del personal y la presencia del doctor García –especializado en trauma de urgencias- fue requerida por sus colegas. Mientras un equipo atendía al periodista que habían traído en una camioneta desde el lago Rivadavia, otro se abocó a la atención del hombre que había sido trasladado por un helicóptero de Guardaparques. Este último había llegado inconsciente y presentaba varias heridas que García atribuyó sin dudar, a armas de fuego de grueso calibre.
Luego de varias horas durante las cuales los médicos se empeñaron en rescatar esas dos vidas que parecían escurrirse entre los dedos de los cirujanos, ambos pacientes fueron estabilizados y derivados a una sala de cuidados intensivos lindera a la Guardia, donde quedaron alojados en camas contiguas.
Dos carpetas de archivo que contenían los documentos y papeles de ambos pacientes fueron entregados a la oficina del Director, para su custodia.


El naturalista.

Antes de retirarse a su casa, el sub-director dedicó la última hora de su día de trabajo, a revisar las fichas y documentos de los pacientes admitidos en ese día, que su secretaria había dejado ordenados sobre su escritorio. Era habitual que las nuevas autoridades de la zona, designadas después de la invasión de la O.N.U. requirieran esa información, y no era cuestión que lo tomaran desprevenido.
Después de hojear las fichas de los casos de dolientes comunes, se enfocó sobre los dos casos que los habían ocupado más allá del trajín habitual.
El periodista que dormía su anestesia había sido rápidamente identificado y era por demás conocido. Después de hojear su carpeta, se avocó al otro herido.
Las actuaciones que le entregó el aviador guardaparque que lo trajo, indicaban que había sido hallado en un bosque de alerces por un colega que patrullaba montado, quien atraído por varias detonaciones, lo encontró desangrándose y solicitó su urgente evacuación por vía aérea. La premura de su traslado e internación le habían salvado la vida.
Careciendo de otros datos, los obtuvo de la base informática provincial. Por ella se enteró que se trataba de un naturalista que había llegado al Parque Nacional Los Alerces un año atrás, poco antes de la invasión.
Había sido recomendado por las autoridades de Salta, provincia en la que se encontraba afincado desde el 2007, proveniente de Buenos Aires.
Se trataba de un enamorado de los espacios abiertos que, educado familiarmente en el amor a su tierra, había egresado en 1997 de una centenaria y tradicional escuela agrotécnica salesiana, cuyas aulas habían cobijado muchos años atrás al indiecito araucano que muy luego fue elevado a los altares católicos como San Ceferino Namuncurá.
En su salteño hogar de adopción retomó una actividad que había desarrollado durante un breve lapso en que trabajó en el cuerpo de guardafaunas de la municipalidad bonaerense de Moreno, consistente en observar, fotografiar, identificar e inventariar a las distintas especies animales que pueblan cada hábitat natural.
En Salta había ganado prestigio por su seriedad y paciencia, y la provincia le encomendó la actualización del inventario de su fauna nativa, con miras a incluirla dentro de la oferta turística.
Un día hacia finales del 2018 se había presentado en el despacho del nuevo gobernador, el abogado Martín Miguel Azurduy solicitando su recomendación para trasladarse al sur del país, más precisamente al Parque Nacional Los Alerces, en Chubut.
Si bien el funcionario en un primer momento intentó disuadirlo, porque como amigo disfrutaba de su compañía, habiendo compartido tanto safaris fotográficos como memorables tenidas etílico-folclóricas, ante su insistencia no solo lo recomendó, sino que habló directamente con el Director Nacional de Parques lo que facilitó su inmediata asimilación al cuerpo de guardias que permanentemente velan por la integridad del patrimonio natural de la república.
De ese modo en el verano del año siguiente, en compañía de su esposa y ayudante, comenzaron a recorres valles y cordilleras, perdiéndose por semanas enteras tras las cuales aparecía presentando preciosos informes fotográficos en los que detallaba además las costumbres de la especie que caía bajo su observación, ya se trate de una nueva condorera, o del colibrí ocre de la cordillera.
En el renglón de “observaciones” el director del Parque había escrito que el “bichólogo” Gabriel Núñez – tal era su nombre- si bien de costumbres amables, había hecho, entre los guardias, fama de ermitaño.
En la ficha constaba su filiación y al leer el nombre del padre, la memoria del médico le trajo lejanísimos recuerdos, que de inmediato aventó. Era muy tarde y su mujer e hijos lo esperaban en Trevelín.*

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