Novela política-profético-onírica
ambientada en la próxima guerra
que se desarrollará en la Argentina
luego de ser invadida
por las tropas de las Naciones Unidas.
Escrita por José Luis Núñez.

4: Recuerdos del futuro

El hogar.

Esa noche, cuando el Dr. García llegó a su hermosa casa en Trevelín, encontró a su mujer cavilando sobre el destino familiar.
Ciertamente, cuando ambos decidieron en España regresar a La Argentina después de casi dos décadas de residencia en la península, no suponían encontrarse poco tiempo después en el centro de un conflicto que era para ambos, inimaginable.
En un mundo donde las guerras y rumores de guerras eran el pan de cada día, tres años atrás el extremo sur del continente americano era un oasis de trabajo y esperanza.
Y la mujer, por sobre todo madre, temía ahora por sus tres jóvenes hijos.
El médico la abrazó tratando de contagiarle amorosamente la fuerza y la fe que el mismo sentía bullir dentro suyo. De pronto sintió la presión que el minidisco que llevaba en el bolsillo de su ambo médico, hacía sobre su pecho.
Le habló a su compañera sobre las largas charlas que mantenía con sus dos pacientes, de los cuales la mujer ya tenía alguna referencia, y le ofreció leer juntos el contenido del registro magnético que llevaba, para así entender mejor la situación en la que se encontraban. Así lo hicieron.
Insertado el disco en su “ordenador” como todavía lo llamaban, leyeron atentamente lo que sigue:
“La postración. Hacia el año 2012 la sociedad argentina sufría una situación de profundo abatimiento, físico, espiritual y económico.
Los padecimientos que soportaba el habitante común eran casi infinitos. Viajar era una odisea, porque los transportes competían entre sí para maltratar al pasajero. Los servicios públicos esenciales – hospitales, escuelas, seguridad, justicia- se habían tornado inexistentes. Usuarios de la electricidad, el agua corriente y el gas, sufrian frecuentes cortes en su suministro y más frecuentes aumento de tarifas. Transitar la vía pública exponía al andante a atropellos de toda índole, ante la incuria de las autoridades. Tumultos, piquetes y arrebatadores eran una constante pesadilla. Huelgas sindicales y paros empresarios tornaban incierta cualquier planificación del tiempo y el espacio de cada uno.
Pero lo que más contribuía a condensar el “embole” colectivo que se palpaba, era el recuerdo de la otra Argentina que sabían posible, por haberla conocido.
En la familia, en la oficina o en el taller, era un recurrente tema de conversación la comparación de la sociedad abierta, segura, progresista que habían vivido, con la ruina decadente en la que chapaleaban ahora.
En cada familia había un abuelo que recordaba y hacía recordar a los más jóvenes, que en La Argentina se había vivido una época más feliz, en la que el trabajador más humilde podía forjarse un destino digno para el mismo y para su familia, gracias a la abundancia del empleo. Una época en la que la sociedad protegía a los más desamparados, a los niños, a los viejitos para que cada uno pudiera contribuir al engrandecimiento del hogar común de todos los argentinos, sin sentirse un marginado, un paria, un mantenido.
La añoranza del bienestar perdido o de la esperanza de alcanzarlo en base al esfuerzo, era causa de un creciente ánimo de enojo social hacia quienes la gente adjudicaba- no sin razón- las mayores responsabilidades de sus males.
Tal situación era atribuida a los desmanes, desaciertos, corrupciones y traiciones al interés general del país y de su población, que habían consumado las diferentes dirigencias que se habían alternado en el poder durante las últimas décadas, llevando a la población al estado de crispación que eléctricamente se palpaba en el ambiente.
Una de las causas de la desazón y la rabia era la conducta de la clase dirigente.
Desde que en 1983 la derrota militar sufrida a manos de Inglaterra y su aliado norteamericano, había precipitado el retorno de la normalidad constitucional, los sucesivos elencos arribados al poder por el voto popular, habían convertido el manejo de la cosa publica en un grosero y evidente sistema de enriquecimiento rápido y de obtención de privilegios ostentosos e irritantes, más allá de la ideología que se pregonara.
Ser político se había convertido en participar de un sofisticado sistema de vida licenciosa, militando todos, salvo muy raras excepciones, en lo que fue llamado por el ingenio popular, el “partido único del curro”.
Por otra parte los sindicatos estaban encabezados por dirigentes que envejecían en sus cargos sin que pudieran justificar en modo alguno las inmensas fortunas que acumulaban. Más aún, cuando se retiraban bajo el peso de los años, solían instituir una línea dinástica siendo sucedidos por sus hijos en el secretariado general de su gremio.
Y en esto no le iban a la saga otros tipos de asociaciones profesionales, dándose el caso, a modo de ejemplo, del pianista que –desde su trono gremial de la calle Lavalle- decidía con las grabadoras y con la televisión quien trabajaba y quien padecía, sin que sus colegas músicos y compositores, lograran deshacer la trenza de intereses económicos e ideológicos que lo protegía al frente de la sociedad que, irónicamente, debía cuidar los derechos de la actividad.
Mientras tanto el sistema económico favorecía una injusta distribución de la riqueza, concentrándola cada vez más en manos de un pequeño grupo social mientras enormes sectores de la población de sumergían en la pobreza y en la indigencia.
El capital especulativo, mientras tanto, obtenía enormes privilegios que en definitiva eran soportados por todos los que producían algún bien o algún servicio. La cuestión era que el pueblo llano padecía el mal gobierno y la expoliación económica a la que recurrían las sucesivas autoridades, cuando sus propios desaciertos precipitaban crisis que los obligaba a aumentar los impuestos, reducir los sueldos de los empleados y suspender los pagos a sus acreedores.
A esto se sumó un fenómeno que se incrustó en la sociedad argentina durante la última década del siglo veinte, y no dejó de crecer en presencia y poderío: los narcos.
Amparados en la complicidad de políticos, policías y jueces a quienes participaban de sus ganancias, llegaron a ejercer un gobierno paralelo en muy importantes barriadas humildes de las principales ciudades del país, zonas generalmente descuidadas por los gobernantes, salvo en las vísperas de elecciones.
En esos lugares, el narco era prestamista, asistente social, legislador, policía, juez y verdugo. Y por la complicidad o por el miedo, manejaba efectivamente a la población, formando pequeños ejércitos de jóvenes adictos dispuestos a matar a su madre por un gramo de droga.
Las clases más acomodadas padecían este fenómeno desde otros ángulos. Por un lado, legiones de jóvenes se sumaban estúpidamente al ejército de consumidores y por otro, los adictos que recurrían al robo para conseguir el dinero con el que pagaban su vicio, asolaban a las zonas urbanas y comerciales en busca de víctimas.
El conjunto de situaciones descriptas, sumadas a la creciente penuria económica de cada vez mayores sectores sociales, sostenía la pesadez del ánimo social cuando, un hecho inusual desencadenó una serie de tumultos sangrientos que llegaron a amenazar la continuidad histórica de la sociedad argentina.

El tsunami.

Las viejas crónicas registraban que en época de la Colonia había ocurrido un fenómeno meteorológico que no se había vuelto a repetir. La conjunción de varios días de un fuerte viento pampero con una bajante en los ríos del litoral debido a las pocas lluvias, llegaron a permitir cruzar el lecho seco del Plata, desde Buenos Aires hasta la Banda Oriental, de a caballo.
A fines de Marzo del 2012, tras varias semanas en que el calor del verano que se estiraba había agobiado a los porteños, una persistente sudestada puso a prueba la incuria de las autoridades, ya que luego de dos días de copiosas lluvias, la mitad de la capital y el conurbano estaba bajo el agua o aislado, ya que los cursos de escurrimiento habían colapsado al igual que los conductos y canalizaciones que, sin el adecuado mantenimiento, intentaban vanamente evacuar la gran masa líquida.
Sin poder trasladarse – las vías ferroviarias eléctricas estaban cortadas al igual que las principales avenidas- la gente debió permanecer en sus hogares, o concurrir a espontáneos centros de evacuación, cuando la situación lo obligaba.
Los cortes de electricidad se hicieron masivos, y al cuarto día comenzaron a escasear alimentos y medicamentos.
Cuadrillas de saqueadores recorrían los barrios inundados, produciéndose enfrentamientos con algunos vecinos que se habían quedado, armados, para defender los pocos bienes que habían logrado llevar sobre los techos, y corrió la primera sangre.
El sexto día la lluvia cesó, pero oscuros nubarrones presagiaban más tormenta. Y entonces ocurrió lo inesperado.
Durante la noche el río se retiró más allá del horizonte arrastrando incluso el indescifrable contenido del Riachuelo y sus afluentes, dejando encalladas en su lecho mugriento, embarcaciones de todo tipo y sin agua a las tomas que proveían ese vital elemento a gran parte de la población.
Entonces se desató el infierno. Una enorme ola de agua oscura, barro e inmundicia se precipitó, con un mugido sordo, sobre la ribera del río desde Punta Indio hasta el Tigre.
En contados minutos se presentó en la lejanía, a la vista de los miles de curiosos que observaban atónitos, el lecho seco del río. Y sin darles tiempo a huir- cosa que por otra parte muchos no atinaron siquiera a intentar, hipnotizados por el asombro como estaban- avanzó a una increíble velocidad sobrepasando la costa.
Trepó por las barrancas de la ciudad, derrumbando edificios y monumentos; arrastrando vehículos, árboles arrancados de cuajo y enormes trozos de mampostería junto con personas cuyo espanto inmediatamente era tragado por aquella masa maloliente.
Obedeciendo a los niveles del terreno, avanzó por la avenida Rivadavia y sus paralelas hasta casi Plaza de Miserere, sepultando a los barrios más bajos aledaños al Riachuelo, como Pompeya y Parque de los Patricios.
Todo el Barrio Norte y la coqueta Recoleta se convirtieron en un inmundo lodazal sobre el cual era imposible desplazarse, pues el nivel del barro superaba los cuatro metros.
Cuando el líquido se retiró, quedaron millones de metros cúbicos de barro ocupando una franja costera que oscilaba entre los tres y los diez kilómetros, de acuerdo a la cota del terreno inundado.
Donde había estado el obelisco, la ola alcanzó los siete metros.
El suceso ocurrido el Domingo 25 de Marzo del año 2012 quedó grabado en la memoria de los argentinos como “el tsunami”.
El origen y causa del fenómeno nunca se llegó a saber con certeza. Las más disparatadas especies corrieron por la voz y la imaginación de los sobrevivientes.
Unos acusaban a un experimento nuclear submarino llevado a cabo en secreto por el Brasil, país que avanzaba raudamente como potencia mundial; otros a un terremoto debido a una falla geológica submarina, o al cumplimiento de ciertas profecías esotéricas de origen incaico.
El hecho fue que un alud de agua y barro se precipitó sobre el margen occidental del estuario con una fuerza que los observatorios geológicos de todo el mundo captaron y ubicaron en el punto más alto de las escalas que se utilizaban para medir acontecimientos similares.
La zona del estrechamiento del embudo formado por el estuario del gran río fue donde el impacto se sintió con mayor intensidad, donde en esa época se enseñoreaba la orgullosa y europea Ciudad Autónoma de Buenos Aires, olvidando que había sido fundada con el nombre de Santísima Trinidad y que el apodo que luego adoptó, había sido dado a su puerto: Santa María de los Buenos Aires.
Los daños sufridos a lo largo de la costa oceánica bonaerense, si bien graves, ya sea por la menor magnitud de la ola, por la amplitud de absorción de la bahía de Sanborombom y sus playas despobladas, o por la pequeña dimensión de las ciudades allí existentes, fueron incomparablemente menores que los que debió soportar la gran capital del sur.
Más allá de Pinamar, las consecuencias fueron mínimas.

En Buenos Aires y sus aledaños el estupor paralizó a la sociedad. La magnitud del desastre fue abrumadora. La circunstancia que hubiera acaecido en día feriado evitó sin duda alguna que la pérdida de vidas fuera enormemente mayor, ya que las oficinas públicas, los bancos y los comercios permanecían cerrados.
Las víctimas se contaron entre los habitantes permanentes de las zonas afectadas que no alcanzaron a subir a los pisos superiores de los edificios donde residían; o cuando pese a haberlo hecho, las construcciones no soportaron la embestida y se derrumbaron; o entre los que habían aprovechado el cese de la lluvia para salir a estirar las piernas y secarse la humedad acumulada en la última semana de tormenta; a los empleados de los pocos establecimientos gastronómicos que se habían animado a abrir sus puertas y a quienes trabajaban en los medios de transporte que aún funcionaban.
Las posteriores estimaciones llevaron el número de víctimas a más de un millón de personas, pero la cifra exacta nunca se supo con certeza. De hecho, cuando casi una década después sobrevino la invasión en el sur, el área afectada continuaba siendo un horrible páramo abandonado recorrido solamente por tardíos merodeadores que – escapando de las patrullas que vigilaban la zona- buscaban “reliquias” del suceso.
Inmediatamente después del desastre, todo aquel que tenía un punto de referencia lejos de la Capital, allí se dirigió abandonando todo lo que hasta ayer idolatraba.
Durante días y días las rutas y caminos que unían a Buenos Aires con el resto del país se vieron colmadas por multitudes enfebrecidas que escapaban tierra adentro, y recibían la ayuda que, al paso le brindaban generosas, las gentes que ni siquiera conocían y hasta pocos días atrás, secretamente despreciaban. Los paisanos, los brutos, esos negros.

El orden narco

Toda noción de autoridad y orden desapareció. Aquellos que nominalmente conducían y administraban la sociedad y no habían sabido cumplir sus responsabilidades en la normalidad, no tenían absolutamente ninguna posibilidad de organizar las primeras tareas luego de superado el estupor inicial.
Algunas autoridades públicas que fueron reconocidas por las muchedumbres que recorrían las calles como sonámbulos, fueron perseguidas con saña, como si ellos hubieran sido la causa de la hecatombe. Incluso hubo linchamientos.
El caos cundió inmediatamente y a la desesperación de los sobrevivientes por conocer el destino de familiares y amigos se sumó de inmediato la carencia de bienes indispensables para la vida ciudadana.
Habían desaparecido los servicios de agua potable para millones de personas, las cloacas quedaron colapsadas y la comida faltó de inmediato.
Buenos Aires no se sumergió en la ley de la selva. De pronto volvió a la edad de piedra.
El primer atisbo de “orden” comenzó a gestarse alrededor de las lujosas residencias suburbanas que los jefes “narcos” habían adoptado para si y sus principales colaboradores, ya que sus obedientes “tropas” inmediatamente concurrieron a requerir asistencia y recibir instrucciones. Rápidamente se convirtieron en lobos y jefes de lobos.
Estas pequeñas ciudadelas estaban dotadas de todo el confort moderno y contaban con sistemas de comunicaciones propios que permitían a sus ocupantes desarrollar sus tenebrosas actividades al amparo de las falencias de los servicios públicos, disponiendo además de generadores de energía eléctrica e importantes reservas de todo tipo de insumos. Y sobre todo, de abundantes y sofisticados arsenales.
La plana mayor narco tenía una ambición sin límites, deseos de ampliar su ya muy importante poderío y conocimiento de las debilidades humanas. Características todas que siglos atrás hubieran forjado al fundador de un imperio. Lógicamente carecían de todo escrúpulo.
Mientras tanto las autoridades municipales y provinciales habían desaparecido ya que privados de la ayuda del poder central del cual dependían, nada podían ni sabían hacer.
En muchos casos, fueron desalojados a viva fuerza de sus despachos por tumultos vecinales, y luego, por las autoridades impuestas por el orden narco local que en varios municipios, se limitaron a confirmar al intendente cuya campaña electoral habían financiado.
Así cuando el caos sobrevino, este orden criminal se convirtió aparentemente en la única tabla de salvación, de la cual se aferraron desesperanzados, millones de personas. Ya que dice el refrán “el que se ahoga, se agarra de un hierro al rojo”.
En pocas semanas este sistema había prevalecido sobre cualquier otro, porque todo aquel que protestaba era inmediatamente asesinado generalmente de modos atroces junto con familiares y vecinos, para escarmiento y ejemplo de los demás.
Uno de los hechos que demostró la crueldad sin límites de la mafia en el poder, fue el encarnizamiento que demostraron para con un grupo de curas católicos que desde muchos años atrás, libraban una lucha tesonera contra la miseria y la droga en las villas de emergencia más grandes de la capital y el conurbano.
Grupos de milicianos del “cartel” local los capturaron y torturaron. Luego fueron llevados hasta la denominada 1-11-14, del Bajo Flores. Allí, en presencia de sus feligreses y protegidos, fueron crucificados hasta morir. Sus cuerpos martirizados fueron quemados.
De allí en más, toda actividad, lícita o ilícita, fue controlada por los nuevos “barones” de la droga.
Así, el gran conglomerado bonaerense fue –sociológicamente considerado- un estado narco.

La guerra.

Pero no todo era abandono. Un grupo de viejos amigos –compañeros- cuyos vínculos se habían galvanizado en el fragor de las luchas políticas que se habían desarrollado en La Argentina en las últimas décadas del siglo veinte, apenas retiradas las aguas, se dio un ambicioso objetivo: empezar de cero una nueva sociedad.
Luego de un corto tiempo que dedicaron a recoger información y ampliar las redes de contactos entre los sobrevivientes dispuestos a encarar la patriada, aprovechando el pasado militar de unos pocos y que por diversas razones habían abandonado el uniforme, una docena de conjurados se apersonaron ante el jefe de una guarnición del ejército cercana a Buenos Aires que permanecía prácticamente sitiada por el “nuevo orden narco”, sin órdenes y sin otro reflejo que defender un perímetro que cedía día tras día.
Este jefe era un pusilánime que había obtenido sus ascensos por méritos de genuflexo lameculo del político de turno y ante la adversidad se había refugiado en su bien nutrida bodega. Su uniforme estaba almidonado y sus borceguíes lustrados, pero su temblorosa mano no empuñaba un arma, sino un vaso de whisky. De hecho, solo la mediocridad de sus subordinados había evitado una insubordinación y deserción masiva.
El grupo de recién llegados al cuartel desentonaba con el abatimiento que reinaba en el mismo. Si bien la edad de quienes lo componían superaba ampliamente a la que los militares de carrera consideran “operativa”, ya que todos eran sesentones, su actitud y prestancia se imponía sobre la oficialidad, de la cual solamente se destacaban un mayor, varios oficiales subalternos y algunos suboficiales, estos últimos claramente reclutados en el litoral correntino según lo denunciaba su inconfundible acento.
Luego de hablar unos minutos con el coronel jefe, considerando inútil todo razonamiento para con ese cretino, lo encerraron en su habitación, privándolo de toda jerarquía, lo que fue comunicado de viva voz a la guarnición, a la par que se presentaban y asumían el mando.
Curiosamente, ningún cuadro presente se opuso, y comenzaron a presentarse ante Bocha, quien volvió a utilizar el grado que había alcanzado antes de ser expulsado por un general ladrón.
Cada oficial indicaba su grado, nombre y función que tenía asignada.
Un teniente coronel que apareció luego, al despertarse de su siesta reglamentaria -quien después se supo era amigo y compinche del arrestado coronel- intentó pistola en mano, recuperar el mando. No contaba con que los hombres que tenía enfrente habían hecho la guerra fuera del cajón de arena y hasta habían combatido entre sí.
Fue desarmado de inmediato, juzgado sumariamente ante los oficiales de mayor graduación, y ejecutado de un tiro en la cabeza ante las tropas formadas en la plaza de armas. Nadie más dijo ni mu.
Reorganizada esta guarnición y comunicada la situación en escueto parte transmitido por la red militar y por estafetas que – de civil- unieron de a pié o en bicicleta diferentes cuarteles que atravesaban momentos similares, los grupos de civiles previamente advertidos y organizados se presentaron ante los mismos y en la mayoría de los casos, se hicieron cargo de la situación sin mayores oposiciones.
En contadas ocasiones, algún animoso militar mantuvo el mando integrando a los voluntarios que se arrimaron.
Con este principio incruento, considerado como de buen augurio, se dieron a la planificación necesaria para instaurar un orden justo en la sociedad circundante. Pero no se planearon tácticas militares, sino políticas, pues eso eran los nuevos jefes.
Dos días después, desde diversos cuarteles bonaerenses, comenzaron a desplazarse columnas encabezadas por blindados –en el caso que estuvieran disponibles- o de algún camión verdeoliva, que, embanderados, habían sido dotados de altoparlantes desde los cuales se esparcían a los cuatro vientos los patrióticos acordes de la marcha San Lorenzo, los marciales de Alte Kameraden y los más populares de Los Muchachos Peronistas.
Entre marcha y marcha, haciendo breves paradas, se leían mensajes que concitaban a los vecinos a abandonar el desánimo y a organizarse manzana por manzana, eligiendo entre ellos de inmediato a los que los representarían barrialmente en asambleas que se realizarían días después en la plaza principal de cada vecindad.
Escritos conteniendo el mismo mensaje eran distribuidos entre quienes se acercaban. A poco de andar, las calles comenzaron a poblarse de curiosos y desde la veredas comenzaron los tímidos aplausos, luego los vivas a la Patria y aparecieron las primeras banderas azul y blancas.
La rápida jugada sorprendió a la autoridad política-narco, que muchas veces era ejercida por el mismo puntero que antes del desastre había sido elegido intendente. De inmediato organizaron una contraofensiva que les permitiera conservar el poder que habían logrado, como ya fue explicado.
Algunos más audaces – o más drogados- atacaron con sus excelentes armas, a integrantes de las columnas que se habían alejado de las mismas repartiendo los panfletos.
La reacción popular fue instantánea. Aquellos que no resultaron abatidos por militares, fueron linchados por la multitud, y sus cuerpos desarticulados, elevados en improvisadas picas en los que quedaron expuestos como feroz recordatorio.
Atendiendo a la primaria necesidad de dotar de una organización a la desbastada sociedad, se avocaron a las asambleas que barrio por barrio, ciudad por ciudad, fueron estructurando un nuevo estado. Todo esto en medio de ataques y sabotajes con los que los narcos tanteaban a su enemigo. De todos modos la prioridad era avanzar en la nueva estructura y proteger a la población.
Ínterin, se recogía y procesaba toda la información que cada vecino acercaba denunciando el entramado del poder mafioso. También fue de invalorable importancia la documentación que un grupo de oficiales de la desaparecida Policía Federal acercó al grupo organizador que encabezaba Bocha.
El archivo contenía un muy prolijo trabajo de inteligencia sobre las ramificaciones y complicidades de los narcos en los altos estratos de la sociedad, tarea que un jefe policial había encarado secretamente tiempo atrás, sin encontrar ninguna autoridad que le interesara. Ese voluntarioso oficial había muerto en un accidente que nunca llegó a aclararse.
Pocos días después, un pequeño convoy cívico-militar que se dirigía a una asamblea en Villa Maipú, fue atacado por una “task force” bien organizada y mandada, dotada de armamento superior al que disponían las fuerzas militares.
Todos los integrantes de la patrulla resultaron muertos, tanto militares como los civiles que los acompañaban. Al retirarse los narcos, llevaron consigo los cuerpos de sus propios caídos.
Al día siguiente, en la plaza central de San Martín, de donde eran vecinos los civiles caídos en la emboscada, se realizó una impresionante ceremonia fúnebre. Los cuerpos de los asambleístas se alternaban con los de los militares, cubiertos todos por paños azulblancos. Todo el pueblo desfiló acongojado ante los yacentes, mientras en la zona, un dispositivo de seguridad impedía todo ataque.
Veinticuatro horas despues se desencadenó una gran ofensiva militar contra la organización de la droga. Comenzó con el arresto de los banqueros que financiaban las grandes operaciones y facilitaban los movimientos del lavado de dinero y contra los empresarios que colaboraban con los envíos de la “mercancía” tanto dentro del país, como desde y hacia el exterior.
Asimismo fueron apresados muchos jefes policiales que otorgaban cobertura a las operaciones de los traficantes y algunos popes judiciales y políticos comprometidos con la actividad ilícita.
Reunidos los detenidos en un importante cuartel, se los sometió a juicio regular y sumarísimo, en presencia de nutridas representaciones populares, tomando como ejemplo una tarea que años atrás, habían desarrollado los “ayatollas” de Irán.
Aquellos contra los que existía suficiente evidencia fueron inmediatamente condenados a muerte y ejecutados en una ceremonia a la que asistieron multitudes perfectamente ordenadas, al frente de las cuales estaban los familiares de las víctimas de las bandas que pidieron asistir, y junto a ellos, las autoridades escolares de toda la región, que con sus guardapolvos formaron una mancha blanca entre el gentío.
La pena que se les aplicó fue el ahorcamiento, ya que la infamia de sus conductas les negaba la dignidad de la muerte de un guerrero, esto es, el fusilamiento. Las decenas de cuerpos quedaron expuestos durante dos días, durante los cuales un desfile incesante de curiosos pasó frente al gran patíbulo que se erigió en los grandes playones que habían pertenecido a una fábrica automotriz y entonces formaban parte de la Universidad Nacional de La Matanza.
Lejos de amilanarse, los narcos desataron una feroz ofensiva a lo largo y ancho del Gran Buenos Aires, contando con la abierta colaboración de un sector pauperizado de la población, que había caído bajo su rígida influencia. Allí reclutaron numerosas pandillas de jóvenes que empujados por el delirio de la droga, atacaban con locura suicida los objetivos que les marcaban.
Media docena de terribles atentados explosivos para los que utilizaron “coches bombas” y provocaron centenares de muertos y heridos, sumados a asesinatos selectivos de los que fueron víctimas varios vecinos que se habían sumado al nuevo proceso de organización social y sus familiares, hicieron trastabillar a la voluntad general, que se hamacaba de espanto en espanto y que solo anhelaba orden, justicia y paz.
La noche del 20 de Junio la autoridad político-militar decretó y comunicó a la población que para el día siguiente regiría un toque de queda de 24 horas, prohibiendo toda circulación de particulares, bajo pena de la vida.
La madrugada del 21 comenzó la última fase del operativo diagramado, que fue bautizado con el apelativo “Diana”. Fue efectivamente una cacería. La orden era ir a buscarlos guarida por guarida, y matarlos como a perros rabiosos. Y así se hizo, pagando un altísimo precio en sangre propia para ello.
Los que no cayeron luchando fueron apresados, juzgados y ejecutados sin demora ni pompa alguna.
La celeridad con que se concibieron y ejecutaron las operaciones impidió toda reacción interna y externa.
Algunos políticos reaparecieron tímidamente y antes de pedir asilo en las pocas sedes diplomáticas que aún existían, esbozaron una tibia queja contra los procedimientos que rotularon de “inconstitucionales” y “fascistas”, alegando el principio de presunción de inocencia de los acusados, y su derecho a la doble instancia judicial.
Mucho después, organismos defensores “de los derechos humanos” con sede en Holanda presentaron una denuncia ante la Corte Internacional de La Haya, solicitando una condena contra La Argentina, por su “proceder autoritario.”
Cuando la lectura del texto concluyó, la mujer del médico sollozaba quedamente.*

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