Novela política-profético-onírica
ambientada en la próxima guerra
que se desarrollará en la Argentina
luego de ser invadida
por las tropas de las Naciones Unidas.
Escrita por José Luis Núñez.

10: Los túneles

Mientras que en la zona cordillerana la época estival permitía a las fuerzas resistentes utilizar los enormes bosques para cubrir sus desplazamientos, la estepa de la patagonia central y costera desnudaba todo movimiento de personas, obligando a los nacionales a utilizar otros sistemas para encubrir sus movimientos y hostigar a las fuerzas de la O.N.U. con un margen aceptable de supervivencia.
Durante el corto período de tiempo durante el cual prepararon el terreno para una invasión que se estimaba muy probable, como efectivamente sucedió, Raúl había visitado la zona y mantenido extensas y febriles reuniones con los que, poco tiempo después, serían líderes de los distintos grupos combatientes.
En esas reuniones explicó la doctrina militar que entendía como adecuada para las actividades futuras.
La desolada barda patagónica debía convertirse en cuartel, arsenal y refugio de las futuras unidades combatientes.
Se previó como muy probable el desplazamiento de fuertes contingentes militares invasores entre los diferentes yacimientos petrolíferos en explotación, las represas hidro-eléctricas existentes, las minas de oro de Santa Cruz, y los centros poblados más cercanos a cada uno de ellos.
Raúl recurrió a la experiencia desarrollada con éxito por las fuerzas de Vietman del Norte en la década de 1970 y por los soldados de la Hizbulá islámica hacia fines del siglo veinte.
Ambas fuerzas, incomparablemente inferiores en armamento y tecnología con sus oponentes, los EE.UU. en el primer caso e Israel en el otro, habían preparado el terreno para ocultar sus movimientos, enterrándose.
Si bien los patagónicos no contaban con el lapso adecuado para imitar las extraordinarias fortificaciones que caracterizaron ambas experiencias bélicas, aprovecharon al máximo los días y las noches para ocultar los elementos que estimaron serían necesarios para las actividades que planificaban para el caso de concretarse como se concretó, la temida invasión.
Asimismo se excavaron sencillos refugios cercanos a las zonas que se identificaron como adecuadas para eventuales emboscadas, voladuras y enfrentamientos. En los mismos se prepararon austeros alojamientos, víveres, agua y elementos de primeros auxilios.
La sequedad del ambiente permitía la conservación adecuada de los elementos descriptos.
La red de refugios siguió extendiéndose aún luego de la llegada de las tropas internacionales.
Un grupo de coirones o un matorral de neneos servía para disimular una puerta trampa que permitía acceder a una excavación en la cual podían albergarse una docena de personas por un corto tiempo.
Un bosquecillo de espinos negros ocultaba un pozo en el cual se almacenaba el arsenal necesario para un enfrentamiento y otro los explosivos y detonadores adecuados para obstruir una carretera provocando un derrumbe, volando un puente o una alcantarilla.
El peligro y el instinto de supervivencia aguzaron el ingenio y la creatividad de los responsables, lo que permitió el desarrollo de tácticas de hostigamiento que llevaron al desgaste de la moral de combate de las fuerzas invasoras, obligando a sus mandos a tomar decisiones que poco después pagaron muy caras.

El general inglés

Dos meses atrás había sido convocado de improviso para ponerse al frente de los cuerpos de la Real Infantería de Marina y de Paracaidistas que encabezarían la fuerza de tareas multinacional que debía cumplir un mandato del Consejo de Seguridad de la O.N.U. y ocupar el extremo sur del continente americano, más concretamente la Patagonia argentina.
Conformada por tropa altamente profesionalizada, la División pudo ser movilizada y aprestada para la guerra en pocos días.
Mientras el Estado Mayor de la misma se encargaba de los mil detalles que implica poner en situación de combate a miles de hombres, el General debió afrontar una maratón de entrevistas de orden político.
Sucesivamente mantuvo reuniones con el Ministros de Asuntos Extranjeros, con el Ministro del Commonwealth y con el Primer Ministro.
A todos ellos concurrió teniendo en cuenta que en doscientos años, era el primer militar de su apellido al que las fuerzas del imperio le confiaban una tarea de importancia.
Es más, el mismo era el primero de su familia que había logrado integrar las fuerzas armadas de Su Majestad y no solo permanecer en las mismas, sino también alcanzar su grado.
Dos siglos de “excomunión” militar sobre los Beresford habían llegado a su fin.
Ese era el precio que su dinastía había pagado por la culpa de su antepasado William Carr, quien había cubierto de oprobio los estandartes británicos cuando se rindió en la ciudad de Buenos Ayres en el año 1806.
En la primera entrevista el Foreign Office había destacado que el Reino Unido no solo acataba y cumplía una soberana decisión de la O.N.U. sino que reclamaba la responsabilidad de dirigirla militarmente y que era él, John Beresford quien debía ejecutar esa decisión tomada en conciliábulo de los más altos círculos en los que se decide la política del Imperio.
Los “caciques” mapuches que –desde sus doradas residencias europeas- habían denunciado supuestas tropelías, ataques y matanzas sobre su pueblo responsabilizando al Estado Argentino, debían recibir la máxima consideración en cuanto a sus apreciaciones sobre la situación general por cuanto eran ellos quienes con su actitud, habían reclamado la intervención del organismo mundial que permitiría a Gran Bretaña jugar una importante movida imperial.
Aunque sin dominio concreto sobre el territorio que reclamaban, debían ser considerados representantes legítimos de una nación y una de las misiones que el Reino Unido confiaba a Beresford y a sus hombres era lograr un afianzamiento sobre el terreno que en el futuro debía otorgarse a esa comunidad.
No en vano la Corona inglesa acumulaba una experiencia varias veces centenaria en la conducta de conceder a grupos supuestamente representativos, territorios que no le pertenecían.
Incluso debía adjudicarse a ese hábito imperial una serie interminable de guerras tribales entre pueblos que en algún momento integraron sus dominios, como en los casos africanos en los cuales al retirarse las autoridades europeas dejaban constituidas repúblicas cuyos contornos y fronteras no encontraban apoyo en las realidades geográficas ni humanas, sino en los intereses de las empresas privadas que quedaban allí para cuidar los intereses británicos.
Por su parte el Ministro Secretario del Commonwealth le explicó concienzudamente la perenne importancia que su país otorgaba a las tierras hacia las cuales partiría con sus hombres.
Si bien antaño esa preponderancia estuvo ligada al abastecimiento alimenticio proveniente de las inmensas llanuras húmedas –tierras de pan llevar pobladas además por enormes rebaños del mejor ganado del mundo- hogaño se apoyaba en la necesidad de asegurar el tranquilo dominio de los inmensos yacimientos energéticos –petróleo y gas- que existían no solo en la tierra firme patagónica, sino en su plataforma submarina, en los alrededores de las islas Malvinas y en ambos márgenes de la península antártica que no es más que el último afloramiento de los Andes americanos.
Gran Bretaña – le indicó por fin- necesita contar en ese lugar del globo, con una base política segura. Su relación secular con los países del Rio de la Plata había sufrido graves contratiempos, pasando del amor rendido al odio visceral que impedía cualquier planificación seria y extendida a varias generaciones.
La creación de una nueva nación mapuche sería la solución a esa necesidad imperial.
Pero para lo que estaba preparado fue para lo que fue la conclusión de su visita al Primer Ministro.
Este, luego de recibirlo sin mayores ceremonias en su domicilio, lo introdujo en un automóvil común en el cual ambos se desplazaron sin boato alguno hasta el Palacio de Buckingham en el cual fueron introducidos hasta el despacho del mismo Rey William.
Este lo había recibido de pie, ataviado con su uniforme de Brigadier General y portando sus insignias militares más importantes.
Entre quienes acompañaban a Su Majestad el Rey no pudo reconocer a ninguna personalidad conocida de la política ni de la nobleza, lo que le hizo recordar los comentarios del compromiso de William con ciertas sociedades secretas de larga tradición en Inglaterra.
Sin preámbulos ni mayores detalles le hizo saber que los intereses de la Corona estaban íntimamente ligados al éxito de su misión y que esperaba su regreso triunfal para concederle la condición de Caballero, tras lo cual lo despidió deseándole buena fortuna.
Esta última circunstancia abrumó su ánimo. Supo que desde el fondo de los tiempos, sus ancestros depositaban en él, ultimo de su estirpe, la responsabilidad de la reivindicación histórica del apellido.

Invasión.

Mientras sus tropas volaban hacia la isla de Asunción, había debido dirigirse hasta Nueva York, ciudad que alberga la sede del organismo mundial.
Allí recibió formalmente, de manos del Presidente del Consejo de Seguridad, las instrucciones a las que debía ajustar su estrategia y el mando del contingente multinacional que en definitiva estuvo integrado por su propio país, China e Israel.
Su Estado Mayor estaba constituido por los mejores oficiales superiores de la Real Infantería de Marina y del Cuerpo de Paracaidistas.
Contaba con la información que permanentemente capturaban los satélites que barrían la estratosfera y con una logística impecable.
Los cuadros de oficiales y suboficiales eran británicos y la tropa profesional, recogía un curioso popurrí racial en el que convergían algunos pocos anglosajones entre un universo en el que se juntaban los negros del África angloparlante y de las islas del caribe, gurkas nepaleses y algunos hispanoamericanos de Belice y Honduras.
Las tropas británicas tuvieron la responsabilidad de ocupar el litoral atlántico patagónico desde el río Colorado hacia el Sur; los chinos fueron desplegados como protección de los yacimientos petrolíferos en explotación y de los ductos de transporte de crudo y gas y los israelíes tendrán que asegurar la zona cordillerana que constituye la frontera argentino-chilena, además de los yacimientos auríferos de Santa Cruz.
Inglés al fin y al cabo, la dimensión del territorio bajo su mando le pareció desproporcionada. Para ocupar tan amplias zonas que se suponían hostiles hubieran sido necesarias varias divisiones de ejército. Pero esa era una decisión que no le correspondía a él tomar.
Apeló a toda la experiencia que había recogido a lo largo de su carrera como oficial, durante la cual había recorrido todos los climas y conocido a casi todos los enemigos ya que si bien en los últimos decenios, después de la guerra del Atlántico Sur de 1982 Inglaterra no había mantenido ninguna guerra propia, había formado parte de los contingentes que bajo la bandera de la O.N.U. o con mandato de la Unión Europea, se empeñaron en conflictos regionales más o menos importantes.
Sabía que La Argentina carecía de poder de fuego para oponerle.
Prácticamente no tenía fuerza aérea, ya que los sucesivos gobiernos de ese país habían cumplido concienzudamente –con los más sutiles argumentos- la orden imperial británica de desmantelar completamente el arma que tantos dolores de cabeza les había causado en la corta guerra de 1982.
Los mandos superiores de la flota de mar argentina, que tampoco tenía recursos operativos importantes, eran tributarios de las logias masónicas inglesas y portaban con orgullo el luto impuesto a todas las armadas del mundo por la muerte del almirante Nelson en la batalla de Trafalgar.
De hecho, en el continente el despliegue de las tropas multinacionales se efectuó casi sin oposición militar, salvo algunas escaramuzas que no ocasionaron mayores inconvenientes.
El único episodio que empañó la pulcritud de la operación fue la resistencia opuesta por el legendario Batallón de Infantería de Marina 5 de Tierra del Fuego, que si bien con retaceados recursos mantenía su aptitud y actitud para al combate.
Las tropas de los Para 2 y Para 3 a las que encomendó la tarea de ocupar la ciudad de Rio Grande fueron repelidas y aún empujadas por las tropas argentinas, por lo que se vieron en la necesidad de utilizar los misiles de infantería teledirigidos tierra-tierra para anular su empecinada resistencia.
Además, el agrio carácter del teniente coronel Jones quien comandaba los invasores, lo llevó a ordenar el aniquilamiento de los últimos focos de resistencia para evitar el incremento de las numerosas bajas que había sufrido su cuerpo y así mantener la moral de su tropa.
Este oficial era nieto de un jefe paracaidista inglés muerto en 1982 en el combate de Darwin y arrastraba una inquina personal que enturbiaba su criterio profesional.
Los pocos argentinos que habían sobrevivido, heridos en su mayoría, fueron rematados sin contemplaciones por los “paras” ingleses en el mismo campo de batalla, ya que como resultado de la ingesta de estimulantes a los que recurrían esas tropas para ayudar al coraje, los británicos estaban descontrolados.
Esta conducta trascendió y si bien fue enérgicamente desmentida, fue un contratiempo importante para la política de pacificación que pregonaba la O.N.U. hacia la opinión pública mundial y fundamentalmente, hacia la sociedad argentina.
Las disminuidas guarniciones del ejército de tierra argentino fueron disueltas y sus integrantes licenciados, aunque en su mayoría ni siquiera se presentó a la citación de revista que fue impartida inmediatamente después de la rendición.
Ahora suponía con algún grado de certeza que algunos oficiales y suboficiales del ejército y de la gendarmería argentina formaban parte muy activa de la resistencia guerrillera ya que el armamento portátil no fue hallado en los cuarteles que ocuparon los soldados de la O.N.U.
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En la ciudad costera de Comodoro Rivadavia el General de División John Beresford concluía la reunión de su Estado Mayor con más dudas que certezas y se hundía en cavilaciones.
Por un lado la población civil se mostraba abiertamente hostil y salvo las atenciones que habían recibido de algunos estancieros de habla inglesa afincados en la zona -quienes además le proporcionaban escasa información sobre los irregulares- solo recibían la repulsa de los habitantes de las ciudades costeras, mapuches o no.
Los coroneles Rosenson y Tsing aguardaban tras su corrección militar y su parquedad asiática respectivamente, que cometiera un error para informar a sus superiores nacionales respectivos.
Los chinos, atrincherados en yacimientos y oleoductos, no habían sufrido ningún enfrentamiento. Solamente el constante bombardeo de sus caminos con cargas auto-activadas que habían despanzurrado varios camiones llenos de soldados mientras otros habían sido aplastados por enormes piedras de avalanchas provocadas de similar modo.
Los israelíes por el contrario, habían soportado varios enfrentamientos con grupos de irregulares que amparados por las espesuras boscosas de la precordillera, atacaban sus columnas violentamente para desaparecer de inmediato.
El ánimo de las tropas no era el mejor ya que estaba soliviantado por los numerosos ataques que habían recibido de francotiradores urbanos y rurales que habían conseguido mantenerse fuera del control impuesto a la población por los invasores.
Ambos comandantes reclamaban una conducta enérgica que les permitiera apaciguar las regiones que les había sido confiadas.
Las bajas inglesas, luego del combate de Tierra del Fuego, se limitaban a varios “marines” que se habían aventurado por los suburbios de la ciudad en busca de diversión, cuyos cuerpos fueron hallados degollados y sin orejas por las patrullas que los buscaban creyéndoles desertores.
Beresford sabía que su misión era de paz. Las Naciones Unidas no podían provocar un incidente con la población que incendiara el inestable continente suramericano y él no sería quien cargara con tal culpa.
Despidió a los jefes de los otros contingentes haciéndoles saber que recibirían sus órdenes.*

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