Novela política-profético-onírica
ambientada en la próxima guerra
que se desarrollará en la Argentina
luego de ser invadida
por las tropas de las Naciones Unidas.
Escrita por José Luis Núñez.

5: Recuerdos del futuro (II)

La democracia según Pepe Castiñeiras.

Retomando el hilo de mi relato, trataré de hilvanar los principales cambios ocurridos en nuestro país desde el punto que habíamos dejado, cuando fue derrotada la republiqueta narco.
Las autoridades surgidas al calor de las múltiples asambleas barriales, habían logrado configurar un embrión de organización política que era, en mucho, más representativa que la anteriormente existente, aunque mucho más informal.
El fervor popular que había acompañado a la actividad de los partidos políticos cuando en 1983 el país volvió a la normalidad democrática, estaba más que frío cuando ocurrieron los hechos que ya fueron narrados.
Más aún, resultaba claro que los integrantes de los más diversos partidos, a excepción de unos pocos idealistas, sabían y aceptaban el hecho que las grandes decisiones eran tomadas por los centros del poder mundial en su exclusivo y egoísta beneficio, olvidados de los pueblos, de sus necesidades y anhelos.
Y que lo único que debían hacer los partidos era buscar un envase, es decir una presentación de tales decisiones, que las hiciera aceptables por la ciudadanía que en una degradada versión de la democracia, debía votarlas.
Así como la generación argentina que llegó a la política después de 1955 tenía una visión redentora de la revolución que entendían como inevitable y como divisa “Vencer o morir en el intento”, los que encarnaron la actividad después de 1983, adoptaron una posición cínica y su bandera fue “Salvarse a toda costa”.
Pero estaba dicho que nuestro país era una reserva inconmensurable de sorpresas.
Uno de los viejos militantes que se había unido a la patriada contra los narcos, era un veterano dirigente peronista de la ciudad de San Martín, fundador durante la década del sesenta, del legendario “Comando Evita”.
José María Castiñeiras nunca había arriado sus banderas, lo que le había valido la cárcel durante el gobierno militar y la proscripción política por parte de muchos de sus “compañeros” solamente interesados en forrarse los bolsillos con billetes de la mayor gradación posible.
Estos delincuentes convertidos en punteros, concejales y diputados veían claramente que un dirigente conocido, capaz y honesto, era su principal enemigo.
Respetado por propios y ajenos, hizo “pata ancha” en su distrito en un primer momento y comenzó plasmar un proyecto que venía acariciando desde mucho tiempo atrás.
Una de las últimas leyes sancionadas por la legislatura provincial en el año 2011, en medio del fragor pre-electoral que no permitió a diputados y senadores leer con atención el proyecto que votaban y que había sido subrepticiamente incorporado al orden del día por un representante por la tercera sección, más precisamente de La Matanza, había plasmado en la legalidad un mandato constitucional que en Buenos Aires hasta entonces carecía de vigencia.
Se trataba del principio que reconocía la autonomía de las municipalidades o sea su capacidad para legislar sobre su propio funcionamiento, y no como era la práctica y la ley hasta ese momento, en que dependían de poder asentado en La Plata, así como éste dependía del capricho de la Casa Rosada, configurando así una perfecta pirámide de poder unitario.
Porque el federalismo en La Argentina era una mera divisa folclórica y nunca una realidad política y menos aún económica. Y Pepe Castiñeiras quería revertir esa situación, comenzando por su patria chica, San Martín.
Instrumentando esa ley, comenzó por institucionalizar el sistema de elección popular de los representantes primarios de los vecinos: los concejales o ediles, llevando a la práctica una máxima que expresa “La verdadera democracia es aquella donde el gobierno hace lo que el pueblo quiere y defiende un solo interés: el del Pueblo”.
Propuso que los candidatos tuvieran una relación real con su base electoral. Debían ser vecinos del barrio por el que se postulaban.
Para ello dividió al municipio en tantas circunscripciones electorales como concejales componían el Concejo Deliberante.
Con ese método terminó con las “listas sábanas” que permitían introducir como elegibles a individuos impresentables que únicamente escudados en el anonimato llegaban a compartir el poder, ya que cada barrio comenzó a elegir solamente a un concejal, entre todos los candidatos del vecindario.
Lo cual también facilitó y abarató la actividad electoral, porque los candidatos solamente debían hacer campaña dentro de su circunscripción que generalmente coincidía con el barrio en el cual eran ya conocidos por su residencia, por su militancia, o por ser comerciantes o profesionales ya instalados.
Quien no conocía al postulante de “la cuadra”, lo veía en el supermercado, o en el club, o en el acto escolar cuando acompañaba a sus hijos. Y además sabía su “prontuario”. Si era una persona que participaba de las sociedades de fomento y de las cooperadoras; si era un comerciante que sabía “tirarle una cuarta” al cliente necesitado, o si, por el contrario, era un borrachín, un usurero, un vago, en fin, un malandra.
De esa manera, la gente empezó votar por personas de carne, hueso e historia propia. La historia menuda que nos permite decidir cuando nos cruzamos con alguien en la calle, si lo esquivamos o si estrechamos su mano.
Al abaratarse la campaña, cualquier persona pudo ser candidato con solo inscribirse como tal en la Municipalidad y no como antes, que únicamente los que ponían dinero – y mucho- podían encabezar las listas sábanas armadas por dirigentes que desde el poder devolvían los favores y los dineros recibidos con los negociados hechos con la plata del pueblo.
Por otra parte, los candidatos elegidos debían –obligatoriamente- continuar viviendo en sus barrios hasta un año después de concluido su mandato, para que sus vecinos pudieran pedirle cuentas por sus actos de gobierno.
Además incluyó el derecho popular de revocatoria de mandato. Así, cuando un candidato faltaba a sus promesas de campaña, o “se apunaba” al pisar la alfombra de su despacho oficial y empezaba a hacer “macanas”, los mismos que lo habían elegido podían decidir su salida anticipada del poder.
También pidió a los representantes de todos los organismos que nucleaban a la sociedad antes que el Estado, como clubes, ateneos, fomentistas, cooperadoras, sindicatos, parroquias, etcétera, que presentaran un proyecto de control popular, para que supervisara la ejecución del presupuesto, especialmente en lo concerniente a las obras públicas y las compras que realizaba la municipalidad. Y la respuesta que recibió fue implementada con beneficio para todos.
Estas simples modificaciones fueron debatidas y aprobadas por aclamación en las asambleas que eran en ese momento, la organización popular representativa.
Las ventajas del nuevo sistema para la elección de autoridades tuvo inmediata repercusión en la calidad del gobierno comunal de San Martín, lo que llevó a los vecinos de otros partidos, a reclamar su aplicación en cada distrito. De hecho fueron los matanceros los primeros en imitarlos, con similar éxito.
Otra materia que fue diametralmente modificada fue el sistema tributario.
El volumen de muchos de los partidos del gran buenos aires, considerados demográfica y económicamente, les permitió convertirse en órganos primarios de recaudación impositiva, posibilitándoles enfrentar adecuadamente las múltiples responsabilidades que el colapso del gobierno federal y la decadencia del provincial habían puesto sobre sus hombros.
En la práctica comenzó a darse una coparticipación inversa. Los municipios recaudaban los impuestos y participaban el excedente al gobierno provincial. Y este último, desembarazado de múltiples actividades que fueron asumidas con ventaja por los intendentes, luego de abastecer su presupuesto, participaba a la Nación, la que además ejercía el control de las aduanas externas.
Pepe Castiñeiras recorrió la provincia de Buenos Aires, proponiendo la adopción de las reformas que había aplicado con tanto éxito en su pago chico y de hecho, el sistema que adecentaba la política, fue aprobado casi sin excepciones.
Simultáneamente, otras provincias argentinas comenzaron a utilizarlas y pocos años después, su aplicación era generalizada y casi unánime.
Los cambios obtenidos en la calidad de los elencos gobernantes permitieron a las nuevas autoridades proponer mejoras en cada uno de los renglones en los que debían desempeñarse obteniéndose más y mejores ventajas para el pueblo.
Incluso se comenzó a aplicar una institución milenaria que las modas ideológicas habían ocultado durante un siglo y medio. El remozado Juicio de Residencia que esperaba a las autoridades cuando concluían su mandato, permitió expurgar a los malos políticos, para beneficio de todos.
El cambio obtenido tras sucesivas renovaciones de los elencos gobernantes aplicando las nuevas normas electorales -que fueron ampliándose y perfeccionándose- dio a la política municipal y provincial de todo el país un remozamiento e ímpetu que se proyectó hasta el nivel nacional.
José María “Pepe” Castiñeiras había hecho realidad su sueño.

La Asamblea del año XIII.

Los ocho años de gobierno de un rapaz matrimonio patagónico y la incapacidad de los políticos opositores que los reemplazaron tras las elecciones presidenciales de Octubre del año 2011 dejaron al país en el estado de postración que antes hemos descrito.
La desaparición de hecho del gobierno federal luego del “tsunami” obligó a las provincias a reunirse en una Asamblea General cuyo objetivo excedía en mucho a la tarea de elegir nuevo Presidente.
Este Congreso logró reunirse en Luján durante Enero del 2013, por lo que la gente lo llamaba con gracejo y acierto, la “Nueva Asamblea del año XIII”.
Un gesto de los representantes provinciales allí reunidos simbolizó un cambio diametral de la política argentina. Fue la primera decisión de la nueva Asamblea.
Hasta ese momento el país había avanzado hacia su desintegración como comunidad llegando a límites alarmantes. Las fuerzas centrífugas y disolventes ganaban espacio día tras día.
Cientos de miles de argentinos emigraron y muchos más rastreaban en su genealogía europea buscando una vía de escape personal. En lo interno grupos supuestamente étnicos planteaban objetivos secesionistas y concentraciones de poder económico-financiero internacional se apropiaban de la mejor tierra del país. Organismos privados de incierto origen se enseñoreaban con excusas conservacionistas, de las reservas acuíferas de la región.
Ante ese panorama se propuso una consulta a todos los argentinos, referida concretamente a la existencia o inexistencia de la voluntad general necesaria para encarar un proyecto común como Nación.
Como forma concreta de implementarla, se llamó a prestar un juramento voluntario de lealtad hacia la enseña nacional, como símbolo de la Patria.
La convocatoria se hizo a todos los argentinos y a aquellos habitantes extranjeros que lo solicitaran, comprometiéndolos a empeñar su dignidad, su inteligencia, su coraje y su vida en la defensa de los supremos intereses de la Patria otorgándoles como contrapartida, toda la protección que la Nación misma pudiera proporcionarles.
En una impresionante ceremonia que se realizó la mañana del 9 de Julio de 2013 en el Monumento a la Bandera en Rosario y simultáneamente en cada plaza importante de la república, desde la ciudad más grande hasta el último caserío de la Puna, de la selva misionera o de las estepas patagónicas, se congregó a millones de argentinos viejos y jóvenes, mujeres y hombres, pobres y ricos quienes con un sonoro y estentóreo grito “SI JURO”, que llegó hasta el cielo, ratificaron la voluntad de constituir una nación libre e independiente, con un destino propio en lo universal, retomando el camino que señalaron los diputados reunidos en Tucumán casi dos siglos atrás.
Muy importante fue el apoyo y la participación de los distintos credos religiosos afincados en el país. Sacerdotes cristianos, imanes mahometanos y rabinos judíos dieron con su presencia -revestidos de sus ornamentos- un claro sentido trascendente a la ceremonia.
Solamente se negaron al juramento los integrantes de pequeñas sectas protestantes originadas en los Estados Unidos, viejos hippies e izquierdistas utópicos y algunos grupos indigenistas radicales.
Asimismo se ausentaron del país, eludiendo así participar del acto re-fundacional, varios banqueros y representantes de grupos económicos transnacionales que tenían importantes intereses en el país.
De todo lo cual se tomó debida nota.
Luego de lo cual, el Congreso reunido decidió tras arduas deliberaciones que fueron seguidas por la población por televisión, trasladar la Capital de la Nación a una nueva sede.
La ciudad de Choele-Choel fue elegida para tal responsabilidad.
Para lograr este consenso hubo que vencer no pocas resistencias, ya que varias provincias reclamaron el privilegio de constituirse en nuevas sedes del poder federal En definitiva pesaron para tal decisión principalmente dos elementos: la necesidad de indicar claramente que La Argentina asumía su destino austral, y que su pensamiento sería mediterráneo, tras siglos de mirar su propia realidad con los ojos mercantilistas de un puerto que estaba más atento a “las luces” de afuera que a los fuegos que ardían adentro.
La antigua y desbastada ciudad capital fue restituida a la provincia que la había cedido a fines del siglo diecinueve para la instalación del gobierno central.
Por último la Asamblea llamó a los tres políticos reconocidos cuyo anterior buen desempeño les permitía caminar por la calle sin peligro de ser agredidos y con ellos formó el triunvirato que tuvo como objetivo llevar el país hacia las elecciones generales que se realizaron unos meses después, en las cuales fue elegido el gobierno que tuvo como principal plan y objetivo lograr que la población conociera al Proyecto que se denominó Tehuelche, y una vez aceptado, llevarlo a cabo con ímpetu y firmeza.
La construcción de la nueva capital federal de los argentinos sería además el símbolo de la nueva voluntad nacional que habría de sostener a la sociedad.
Mientras tanto los poderes de la Nación se instalaron provisoriamente a la espera de la ejecución de sus nuevas sedes.
El Ejecutivo se asentó en Santa Rosa, el Congreso se desdobló entre Rio IV y Mendoza y la Corte Suprema ocupó edificios que le facilitó la provincia en Santa Fé.*

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