Novela política-profético-onírica
ambientada en la próxima guerra
que se desarrollará en la Argentina
luego de ser invadida
por las tropas de las Naciones Unidas.
Escrita por José Luis Núñez.

11: La teniente Judith

Esta misión tenía sus bemoles para la hermosa primer teniente Judith Ossietinsky.
Por un lado, debía desempeñarse como ayudante de campo del comandante del contingente israelí en operaciones en La Argentina bajo la bandera de Naciones Unidas, coronel Itzjak Rosenson, lo cual había multiplicado exponencialmente sus responsabilidades.
Se sabía examinada permanentemente no solo por sus superiores, sino por los responsables políticos de la misión, que supervisaban todo desde Washington, y por las jefaturas militares de los otros contingentes, siempre atentos para utilizar cualquier fallo o error de sus “camaradas de armas” para el beneficio de su propia bandera, aunque esta se limitara a una divisa en la manga derecha de su uniforme de combate.
Esos pequeños egoísmos cuarteleros formaban parte de la impedimenta de todos los ejércitos del mundo.
Por otra parte, desde que se le comunicó la misión que debía integrar, el desasosiego la acompañaba permanentemente. Era su primera misión de combate fuera de los escenarios de guerra a los que ya estaba habituada, cercanos a las fronteras israelíes. El destino la llevaba al país del cual procedía, en lo inmediato, su familia.
Los Ossietinsky habían llegado a La Argentina procedentes de Polonia, huyendo de los progomos de los campesinos eslavos.
Apenas llegado, su abuelo fue “cuentenik” dedicándose –valija en mano- a la venta a domicilio de todo tipo de chucherías, y ropa por encargo. Años después instaló en el Cruce Cautelar, un poblado arrabal del partido de Moreno – su barrio- una modesta mercería que llamó “La Sarita” que atendía diligentemente su mujer, Sara, mientras él en persona se encargaba de las compras mayoristas en la capital, y de las cobranzas a los clientes.
Era un buen judío don Jacobo, decían los vecinos. Nunca negaba un fiado y en alguna ocasión, había pagado los remedios que necesitaba el pequeño hijo de una clienta y que el hospital municipal no le entregaba. Se había hecho querer.
Su padre Rubén, se había educado en la escuela pública del vecindario y era uno más de los muchachos que iban a bailar a San Miguel los sábados, para disgusto de su padre, que sin ostentaciones conservaba su fé mosaica como el don más preciado.
Su familia era un típico exponente de la armoniosa asimilación que se daba en La Argentina para con los más distintos grupos étnicos, culturales y religiosos.
Para bien y para mal, los Ossietinsky se comprometieron con el destino de su país de adopción. Incluso uno de sus tíos había muerto combatiendo en la guerrilla, en 1977.
Como parte de ese mismo pueblo sufrió los avatares de la política y la economía local porque las virtudes familiares- el ahorro y la buena administración- no podían impedir las consecuencias de las desastrosas políticas públicas. Pese a todo, su familia prosperó y era propietaria – luego de mucho esfuerzo- de una importante tienda.
Por eso Judith lloró junto con su madre, cuando las turbas incendiaron y saquearon el establecimiento junto con todos los comercios de la zona, cuando -a fines del año 2001- se produjeron en todo Moreno los tumultos que fueron el principio del fin del gobierno radical.
Así fue que sus padres se vieron obligados, como tantos otros argentinos, a buscar afuera del país un destino más previsible.
El de su familia fue Israel, tierra prometida que les ofreció trasladarlos, otorgarles vivienda, trabajo para sus padres y una escuela para ella, entonces de ocho años.
El día anterior a partir se había despedido triste, de las tumbas de sus abuelos en La Tablada y emocionada de sus amigos y compañeros, entre ellos de Américo, el correntinito que se le había “pegado” desde el primer día del pre-escolar y que fue su permanente compañero de juegos y paseos. Había sido el primer varón que elogiara sus ojos verdes y las pecas que tanto la afligían.
Todavía hablaba con fluidez el castellano “argentino” tanto como el hebreo y leía –desordenada y apasionadamente- los libros que le llevaban los viajeros que, entre sus amistades israelíes, frecuentemente venían a La Argentina.
Precisamente en su morral porta mapas tenía a medio leer, dos clásicos: el libro de Lieberman sobre la historia de la inmigración judía a este país y “Adan Buenosayres”.
Los recuerdos y sentimientos adquiridos durante su experiencia militar, ligada a la conquista o a la defensa de un territorio concreto, se mezclaban en su mente y su corazón con el llamado del “espíritu de la tierra” al que ambos autores hacían reiteradas referencias en sus obras, como inspirador de hábitos y culturas a quien la habite y ame.
No llegaba a enteder el concepto del dichoso “espíritu”. ¿Era el de la vieja Polonia donde los Ossietinsky vivieran durante siglos o el de la tierra que recibió a sus abuelos y de la cual ahora formaban parte física? ¿Sería por lo cual ella y sus camaradas peleaban desde décadas atrás o el que hacía que los palestinos resistieran aferrados a su miseria?
Cuando concluyó su educación media y antes de integrarse a la milicia, había viajado con ánimo turístico, a visitar a los familiares que todavía residían en La Argentina y había aprovechado para conocer la cordillera sur, paraíso del cual se hablaban maravillas en todas partes.
Los días que duró su “tour” constituyeron uno de sus mejores recuerdos, tanto por la amabilidad de sus ocasionales compañeros de viaje, como por los hermosísimos paisajes que admiró y llevó en sus retinas cuando regresó a Israel.
Sentía alivio de no tener mando de tropa. Sus actividades en el Estado Mayor judío o los enlaces con sus similares inglés y chino le permitían ver todo como un gran ejercicio, muy realista, pero del cual no cabe esperar bajas, dolor ni muerte.
El coronel Rosenson, luego de recibir duros mensajes desde Tel Aviv, decidió reconocer personalmente el sitio en el que habían sido emboscados sus soldados días antes, kilómetros más allá de la villa Futalafkén y Judith lo acompañaba junto a otros oficiales.
Vestía esta vez su casaca de combate y además de la pistola de reglamento, llevaba su fusil ametrallador.
El aire diáfano de la mañana y la belleza del entorno conspiraban contra la concentración a la que obligaba el hecho de desplazarse en territorio hostil.
Quizá por eso demoró una fracción de segundo más en advertir, cuando el vehículo que precedía al propio fue literalmente volatilizado por el impacto de un misil, que no se trataba de un ejercicio, sino de una situación real.
Años de entrenamiento le permitieron –sin pensar ni hesitar- abandonar el vehículo y buscar cubierta en un alerce contra el fuego de fusilería que inmediatamente se desató alrededor de los otros móviles que componían el convoy.
Alcanzó a ver a los combatientes enemigos que apareciendo del bosque contiguo, dispararon contra su jefe hiriéndolo.
Ella misma se encontraba en la línea de fuego del atacante y respondió con una corta ráfaga contra ese rostro de ojos achinados que le recordó – o creyó que le recordaba- a un palestino que la había atacado en Cisjordania y acabó muerto por su gente.
El quejido del herido se mezcló con su propio grito, cuando sintió que algo le quemaba pecho y vientre. En anteriores combates nocturnos había contemplado los surcos que las balas trazadoras dejan en la oscuridad. Ahora sentía su calor en el cuerpo.
Mientras su conciencia comenzaba a abandonarla lentamente, advirtió que el combatiente que ella hiriera debió haber sido el jefe del grupo, pues los guerrilleros que intentaban auxiliarlo lo llamaban “capitán”.
El capitán agonizaba, y una mancha se extendía bajo su cuerpo, formando sobre la tierra una sola, grande y única mácula roja con la sangre de su matadora y víctima.
La baja temperatura hacía brotar de esa tierra empapada un tenue vapor.
Al ver los hilos de humo que se elevaban del suelo en el que apoyaba su rostro se dijo a si misma “este es el espíritu de la tierra”.
Mientras cerraba los ojos, un último destello de su cerebro le recordó en la cara del capitán que moría a su lado, la de su compañero de juegos infantiles, el correntinito Américo Santillán.
En pocos minutos el combate había concluido. Los suramericanos se retiraban con sus heridos y con los prisioneros israelíes que habían tomado.
Acallado el último eco de los disparos y los gritos de ataque y dolor, volvía a imponerse el silencio apenas roto por el susurro del viento entre los árboles.*

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