Novela política-profético-onírica
ambientada en la próxima guerra
que se desarrollará en la Argentina
luego de ser invadida
por las tropas de las Naciones Unidas.
Escrita por José Luis Núñez.

13: Operaciones de limpieza

El radiograma en el cual Beresford ordenaba a sus lugartenientes chino e israelí ejecutar las operaciones policiales “de limpieza” necesarias para apaciguar el territorio sujeto a administración de la O.N.U. se cruzó con el que le informaba el ataque sufrido por los judíos en la precordillera, y la casi segura captura del jefe del contingente.
Los israelíes que llegaron a la zona del combate habían hallado los cuerpos de los caídos de ambos bandos, entre ellos el del jefe guerrillero, circunstancia ésta que permaneció desconocida para los soldados de la “task force”.
De su máxima jerarquía local – el coronel Itzjak Rosenson- no había rastros.
La noticia conmocionó a la fuerza expedicionaria. Un proyectil de mortero del ochenta y uno que hubiera acertado en caer en el Estado Mayor aliado no hubiera provocado conmoción similar.
De hecho la onda expansiva llegó de inmediato hasta Tel Aviv y Nueva York.
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El camino que une la ciudad costera de Caleta Olivia con la petrolera Pico Truncado era recorrido asiduamente por tropas chinas e inglesas, estas últimas asentadas un poco más al norte, en Comodoro Rivadavia.
También era la zona de operaciones de un grupo de irregulares argentinos compuesto por un curioso abanico humano. Estaba encabezado por Dina Bonfanti, Directora de la Escuela Secundaria Mixta recientemente construida en las afueras de Caleta, mujer treintañera, enérgica y de armas llevar, habituada a cazar de a caballo, al puma cordillerano y al jabalí que todavía se cría salvaje en los veriles del río Negro.
Algunos malintencionados que nunca faltan atribuían su soltería precisamente a esas condiciones de su personalidad.
Pero ella volcaba su capacidad de amor hacia sus alumnos quienes, respetándola seriamente, manifestaban a quien los quisiera oir, que era una “dire super piola”. Había arrastrado a varios profesores de su escuela y una docena de alumnos del último año.
El grupo estaba integrado también por dos jóvenes médicos del hospital local que se habían ganado el corazón del pobrerío caletense por su calidad humana y profesional, atendiendo a todo aquél que requiriera sus servicios, más allá de las horas de guardia y de los turnos. Los dos reconocían el don de mando de “la profe”.
En el otro “batallón” como presuntuosamente se autodenominaba un grupo que no pasaba de ser una patrulla reforzada, confluían varios técnicos y obreros petroleros de una empresa local, quienes habían sido adiestrados sumariamente en las artes militares por Jorge Paonessa, joven gendarme retirado de su fuerza años atrás por haber perseguido con demasiado ahínco a una banda que contrabandeaba oro por el estrecho de Magallanes.
Aparentemente el entonces gobernador santacruceño tenía otros intereses y opiniones.
Pacientemente habían observado los desplazamientos de los chinos y de los ingleses. Conocían sus horarios, hábitos y vehículos.
Hasta ese momento, sus actividades se habían limitado a plantar algunas minas que estallando al paso de un vehículo militar, ocasionaba bajas poco verificables.
Envalentonados, planificaron una operación que tenía un ambicioso objetivo: aniquilar o rendir la mayor cantidad de soldados enemigos y luego trasladar los prisioneros a unos antiguos piletones que décadas atrás habían sido utilizados para almacenar petróleo en medio de la barda desolada los que, adecuadamente enmascarados, eran una cárcel difícilmente detectable desde el aire.
La operación debería aprovechar la penumbra vespertina, que en esa época del año sucedía poco antes de las veintiuna horas.
Para retrasar el paso de los británicos que regresaban a su acantonamiento luego de patrullar el desierto, decidieron volar un puente carretero que franqueaba el paso vehicular sobre un profundo cañadón, al oeste del punto elegido para el ataque, ya que el desvío obligado para vadear el accidente los llevaría a una huella que solo transitaban algunos petroleros, sobre la que prepararon el asalto.
Contrariamente a la táctica utilizada por las fuerzas que operaban en la cordillera, no recurrieron a los misiles tierra-tierra, sino solamente contra la camioneta que precedía la columna, pues ese vehículo portaba una ametralladora pesada calibre 12.7 mm. y el sistema de comunicaciones que debían neutralizar de un primer momento.
Una vez destruido dicho vehículo, intimaron la rendición del resto de la patrulla, apurando la decisión con dos impactos de mortero que cayeron a pocos metros de cada uno de los dos camiones enemigos.
La repentina aparición de un helicóptero artillado que había sido enviado desde Comodoro Rivadavia en apoyo de la tropa británica cuando esta informó de la necesidad de apartarse del camino prefijado por la voladura del puente, puso al operativo a un tris del desastre, ya que su presencia dio momentáneos ánimos a la tropa que por lo visto no estaba demasiado ansiosa por dejar sus huesos tan al sur.
La tripulación del aparato alcanzó a informar a su base que se encontraba en presencia de una emboscada, antes que la aeronave fuera alcanzada de lleno por un proyectil hábilmente disparado por Juan Carlos, quien como obstetra, había ayudado a parir a las mujeres de varios de sus compañeros de aventura.
En esa ocasión hizo “parir” a los invasores.
Privados de sus mandos, las dos docenas de británicos se rindieron de inmediato, y en calidad de prisioneros de guerra, fueron trasladados -a la carrera- hasta los piletones que estaban a pocos kilómetros del lugar, donde quedaron asegurados por unos pocos argentinos que allí los esperaban.
El resto de la tropa nacional, luego de enterrar nuevamente la mayor parte de su equipo, se retiró hacia Caleta, desperdigándose a medida que se adentraban en la ciudad.
Mientras tanto había llegado al lugar del combate otro helicóptero de la O.N.U. que transportó varios oficiales de inteligencia que se abocaron a rastrear e identificar al grupo atacante.
Precisamente el rodado de uno de los vehículos utilizados por los combatientes argentinos, que fue rápidamente individualizado por el banco de datos del que disponían, los llevó a buscar en las dos ciudades aledañas las camionetas que usaran esos neumáticos.
La premura con que actuó la inteligencia inglesa impidió a los argentinos concluir la operación de enmascaramiento prevista, la que se reducía a cambiar las cuatro ruedas utilizadas durante el hecho, por otras diferentes.
La nula logística vehicular de la tropa local obligaba a recurrir a esas tretas.
Cuando un fuerte contingente chino se presentó en la Escuela Media, aún se estaba dictando la última hora del curso nocturno, al que también concurrían los obreros de las petroleras circundantes y los empleados de la ciudad.
En la vivienda de la Directora, anexa al edificio escolar, estaban Dina, los dos médicos y Jorge el gendarme.
Cuando el alumnado advirtió el operativo, se abalanzó por los pasillos y se opuso al paso de los militares enemigos, enfrentándolos a mano limpia o improvisando armas de golpe con los caños que quitaron a bancos y pupitres escolares.
De inmediato se produjo una refriega generalizada en la que menudearon golpes de estaca y culatazos, la que se detuvo un momento cuando una ráfaga de ametralladora paralizó a tirios y troyanos.
En la escalinata de ingreso, en medio de un charco de sangre, se revolcaban Manuel, el portero y casero de la escuela y su hijo Roque, que cursaba el primer año del ciclo medio.
Tras un instante de estupor, un solo grito de furia se avalanzó como un animal de mil cabezas, contra los soldados invasores, quienes respondieron con sus armas automáticas mientras los argentinos se parapetaron en el interior del edificio.
Los cuatro guerrilleros argentinos más un par de estudiantes que alcanzaron a desarmar a sendos soldados chinos, respondieron el fuego hasta donde le alcanzó la munición.
El mayor que comandaba la tropa de la O.N.U. requirió instrucciones a su superior, el que había recibido esa mañana el radiograma de Beresford que ordenaba la “limpieza” del sector.
El coronel Tsing, imbuido del espíritu sanguinario que un siglo atrás había animado a los batallones chinos rojos que bajo las órdenes del Comisario Político León Bronstein sembraron el terror entre los campesinos de Ucrania, dispuso intimar la rendición de todos aquellos que estaban en la escuela y fusilar de inmediato a aquellos que portaran armas. “Y si no se entregan, mejor”, pensó.
La intimación perentoria lo fue por dos minutos.
Antes que Dina y los suyos pudieran adelantarse para entregar sus armas, los infantes de la O.N.U. abrieron fuego sobre alumnos, guerrilleros y profesores, completando su tarea con granadas incendiarias.
El exterminio fue total, absoluto, implacable.*

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