Novela política-profético-onírica
ambientada en la próxima guerra
que se desarrollará en la Argentina
luego de ser invadida
por las tropas de las Naciones Unidas.
Escrita por José Luis Núñez.

15: Que truene el escarmiento

Julián Maidana miraba la puerta de su casa deseando, esperando ver aparecer a su hija María Eva, para correr a abrazarla y besarla y llevársela a su esposa, para que la viera y dejara de llorar tirada en la cama.
Los vecinos que trajeron la noticia en medio de la alarma que siguió a los ruidos provenientes del ataque les dijeron también que aparentemente no había ningún sobreviviente.
Julián se aferró a la esperanza y corrió las doce cuadras que lo separaban del edificio en llamas pero no pudo siquiera acercarse. Los soldados de la O.N.U. habían cerrado con barricadas metálicas todos los accesos a las inmediaciones del edificio escolar.
Gritó y puteó a los chinos que cuidaban el perímetro y que le impedían que trepara las rejas con las bayonetas de sus fusiles.
Alcanzó a distinguir los camiones chinos y a los soldados que extraían bultos entre los escombros y los metían en las cajas de los vehículos y cerró los ojos para no ver más.
Por fin volvió a su casa, donde la mamá de María Eva, acompañada de una amiga, estaba postrada y abatida desde el momento en que se enteró del ataque chino a la escuela en la que cursaba el secundario su única hija.
Las horas que pasaron hasta que llegó la luz del día lo fueron calmando, mientras que otros vecinos comedidos confirmaron la terrible noticia: todos los alumnos habían muerto, junto con los profesores.
Frío como un cadáver, besó a su mujer que dormitaba bajo el efecto de los calmantes que un médico que había inyectado y salió de su casa. Caminó en medio de la gente que corría por las calles de Caleta, sin escuchar nada de lo que pasaba a su alrededor, mientras en otros hogares y otras familias se multiplicaban las escenas de dolor y de furia.
Julián no sentía dolor ni furia. Lo inundaba una determinación fatalista y serena.
En el playón donde lo dejó estacionado la noche anterior, llegó al camión tanque que –cargado con cincuenta mil litros de nafta- debía conducir hasta Viedma en un viaje de rutina.
Revisó concienzudamente los neumáticos del tractor, del semi y del acoplado. Controló el enganche y el sistema de luces. Subió a la cabina y puso en marcha el equipo. Tranquilo, como cada día de su vida de camionero de largas distancias, tomó por caminos secundarios para salir a la ruta tres más allá de la entrada norte del pueblo, y encaró como yendo al Chubut.
Mientras manejaba recordaba cuantas veces, junto con su mujer y su hija habían ido caminando hasta la línea de la marea, a ver el inmenso océano solo por el gusto de verlo. Mientras tomaban el mate que su esposa había llevado, María Eva hurgaba entre los cantos rodados de la playa buscando estrellas de mar o piedras raras, que les alcanzaba riendo, a sus padres.
Poco tiempo atrás le había comentado que, cuando terminara su secundario, pensaba estudiar biología marina.
El sol estaba alto cuando escuchó a lo lejos, ruidos de disparos y explosiones que llegaban traídas por el viento que soplaba desde el norte.
Ese tramo de la ruta sigue los desniveles del terreno que se desliza suavemente hacia el océano y desde una loma pudo ver mientras conducía, que sobre el mismo camino y hacia ambos costados se combatía con crudeza.
Los pelotones que se habían reunido a lo largo del camino, desde Alto Rio Senguer, Rio Mayo, Colonia Sarmiento, Pampa del Castillo, que se habían apostado al sur de Rada Tilly, atacaban a las tropas inglesas que Beresford envió para reforzar al grupo chino de Santa Cruz.
En esa zona la ruta tiene grandes curvas y contracurvas que obligan a reducir la velocidad de los grandes vehículos. Pero la pericia de sus largos años de obrero del volante le permitió mantener la rapidez de su desplazamiento y aún aumentarla a medida que se acercaba a la zona del combate.
Una inmensa tranquilidad inundó su alma y su mente. En otra ocasión hubiera detenido su camión y probablemente, habría retrocedido en busca de seguridad. Pero en esta ocasión aceleró mientras sus manos ejecutaban rutinarios movimientos en los instrumentos del tablero.
Aprovechando la leve pendiente que descendía a su favor, alcanzó enseguida los ciento cincuenta kilómetros por hora.
Los ojos -que veían a su hija llamándolo desde el camino- advirtieron el estupor en la cara de los ingleses que desde sus vehículos lo vieron aproximarse como un bólido.
Vio también los fogonazos de las armas que lo tenían a él en la mira e intentaban, desesperadamente, detenerlo.
En el postrer instante aunó su fuerza – cuerpo y alma- a la que empujaba la mole de hierro y combustible contra los vehículos y soldados del ejército extranjero que había matado a su hija.
Cuando su humanidad acribillada se estrelló contra el primer camión ingles, arrastrándolo contra el resto de la columna convertidos todos en una inmensa bola de fuego, su alma estrechaba amorosamente en un abrazo a María Eva, su chiquita.
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En Comodoro Rivadavia, quince kilómetros al norte del lugar del combate, inmediatamente se conoció la noticia de la derrota y apresamiento de los refuerzos británicos que habían salido de allí para auxiliar al contingente chino.
Mientras tanto, las fuerzas americanas se dirigieron hacia el sur, llegando poco después a Caleta Olivia donde se reunieron con los locales.
Privados circunstancialmente de ayuda, los orientales ofrecieron dura resistencia, pero la población caletense que se unió para vengar a sus hijos consiguió doblegarla a fuerza de furia y coraje. Los integrantes de la resistencia, mejor organizados, fueron el nervio y cerebro del ataque y se sumaron como cualquier otro vecino, al asalto final que quebró las resistencias del contingente de la O.N.U.
No dieron ni pidieron tregua ni cuartel. No obstante, respetaron la vida de los soldados que pidieron rendirse después de matar a sus propios jefes, que intentaban impedirlo.
……………………………………………………………………………………… Mientras tanto, en Comodoro Rivadavia Urpoli trataba de organizar los movimientos que más o menos espontáneamente se iban sucediendo a medida que llegaban noticias desde el sur, desde otras localidades patagónicas y desde Buenos Aires.
En toda la región se había generalizado una insurrección que los cuerpos de la Resistencia intentaban conducir, pero la población constantemente desbordaba los planes generando múltiples enfrentamientos con las fuerzas invasoras, las que se veían aferradas a sus cuarteles, sin capacidad de desplazarse para responder a los pedidos de ayuda que recibían constantemente de otras unidades.
Las víctimas de tales luchas, lejos de amedrentar a la sociedad, constituían el fermento que profundizaba la rebelión.
Todos aquellos que no estaban avocados a una situación particular, convergian a Comodoro, pues eran sabedores que allí estaba el cuartel general de la fuerza invasora.
Poco a poco se puso cerco al mismo y se fue estrechando en cada arremetida. Los caídos eran reemplazados por más y más voluntarios.
El “Batallón Treinta y tres” formado por uruguayos y mandado por Jorge Artigas, se empeñó en una lucha casi suicida que consiguió con tremendas pérdidas propias, abrir una brecha en el dispositivo defensivo que había montado Beresford, a la espera de refuerzos navales.
Esto sumado al efecto demoledor del ataque constante al que eran sometidas sus tropas y las desalentadoras noticias que recibía de casi todas las unidades que estaban esparcidas a lo largo y a lo ancho de la Patagonia, llevó al comandante en jefe de la fuerzas de las Naciones Unidas, a solicitar un parlamento con el jefe de los nacionales.
Úrpoli, que recorría las primeras filas del combate, aceptó la propuesta y una hora después recibía a un emisario de Beresford en un improvisado despacho montado en la Comisaría céntrica.
Las condiciones que transmitió el portavoz del jefe inglés eran sencillas. Solicitaba un “alto del fuego” general, ofrecía entregar las instalaciones que defendían y retirarse con sus hombres, armas y bagajes a algún lugar acordado dentro de las inmensas soledades patagónicas, a la espera de ser repatriado por sus respectivos países.
Una vez que lo escucharon, se le indicó esperar una respuesta mientras Urpoli y su estado mayor se retiraron a deliberar.
Mientras tanto, la población toda de la ciudad se había congregado alrededor de la comisaría, manifestando de diversos modos su apoyo a la gesta de la resistencia.
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La mañana bonaerense era densa en una neblina impropia de la estación que atravesaban.
Mientras un camión de mudanzas se estacionaba en el extremo sur de la avenida costanera de Quilmes, una chata arenera se alejaba de la costa platense impulsada por sus poderosos motores diesel.
Durante toda lo noche, habían trabajado para poner a bordo de la misma uno de los lanzadores y acondicionarlo de modo tal que los efectos del oleaje no perjudicaran su uso.
La “Yarará” que así se llamaba, había llegado desde Entre Ríos con las últimas luces del día anterior, con la excusa de llevar a talleres sus motores.
Su capitán, el “Moncho” Soaje, era un tape que se había pasado la vida acarreando toneladas y toneladas de arena uruguaya a las costas argentinas, y conocía canales y bancos como solo un baqueano puede saberlo.
La embarcación navegaba arrastrando dos botes semi-rígidos que podían ser impulsados por poderosos motores fuera de borda.
Cuando la “mesa chica” decidió utilizar los dos únicos misiles tácticos que disponía para atacar al edificio que habían identificado como sede del cerebro de la invasión, reunió nuevamente a los principales dirigentes que aguardaban sus órdenes, quienes asumieron, junto con sus principales colaboradores, la riesgosa tarea de llevar a cabo el ataque.
Se organizaron dos lanzamientos simultáneos, desde diferentes lugares. Uno de ellos desde tierra firme y el segundo, desde el río. Bocha y el Indio lideraban cada grupo.
Más de cien personas tomaban parte de la operación, directa o indirectamente. El clima resultó propicio, porque no era necesario visualizar óptimamente un blanco fijo cuyas coordinadas habían sido concienzudamente introducidas en ambas computadoras de tiro.
La neblina a su vez protegía a la barcaza de observadores indiscretos.
Cuando la “Yarará” se acercaba al lugar desde el cual se había previsto efectuar el lanzamiento, fue avistada por la tripulación de una lancha de la Prefectura, que le impartió orden de detener motores y permitir el abordaje.
El enorme cajón rectangular del lanzador -que se destacaba nítidamente sobre la obra muerta del barco- llamó la atención de las autoridades, presumiendo encontrarse frente a un contrabandista.
Mientras la chata aminoraba su velocidad, los dos botes semi-rígidos que la escoltaban se acercaron a la embarcación policial abordándola resueltamente, impidiendo toda reacción de su sorprendida tripulación.
Una vez que fueron desarmados y asegurados, se les informó del operativo en ciernes, del que fueron mudos testigos.
La niebla fue iluminada al unísono desde dos puntos distantes entre sí por sendos destellos rojizo-anaranjado que dejaban en el aire ligeras estelas por la condensación de las gotas de agua suspendidas.
El camión de mudanzas se incendió en el mismo lugar del lanzamiento y la chata arenera fue abandonada, habiendo trasladado a la misma a la maniatada tripulación de la prefectura.
Nadie se quedó a observar los resultados de la acción, pues otros grupos ubicados cerca del centro de la ciudad de Buenos Aires, tenían esa misión.
Mientras navegaban velozmente hacia la costa, escucharon nítidamente transmitidas por la masa acuática, dos sordas explosiones, cuando los casi ciento cincuenta kilogramos de explosivo impactaron contra la torre.
Desde la costa porteña, luego del destello inicial, que se apagó en breves minutos, se observaron nítidamente las llamas producidas por el incendio de los enormes depósitos de combustible que poseía la base del edificio, las que producían el humo negro que envolvió rápidamente a la torre.
Cientos de miles de metros cúbicos de gas oil, nafta y gas ardieron vivamente, provocando el fuego que se fue propagando, piso por piso, hacia los niveles superiores de la faraónica construcción consumiéndola rápidamente.
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Cuando las fuerzas militares inglesas se rindieron en 1806 ante las milicias y la población porteña, obtuvieron de parte de Liniers un trato caballeroso y gentil que desagradó a españoles y criollos, porque se había combatido mucho, había corrido mucha sangre y el pueblo anhelaba tomar venganza contra el invasor.
Luego de escuchar las opiniones de sus colaboradores, Urpoli meditaba sobre la suerte corrida por el generoso Liniers pocos años después.
Porque pocos sabían que el pelotón de fusilamiento que ejecutó en Cabeza de Tigre la condena a muerte del héroe de la Reconquista, dispuesta por el jacobino Juan José Castelli, estaba formado exclusivamente por soldados ingleses que se habían quedado en Buenos Aires después de las dos invasiones.
No había en el año 1810, en toda la extensión de las Provincias Unidas, un soldado criollo dispuesto a cumplir esa durísima condena.
El recuerdo del héroe fusilado por la decisión de una Junta revolucionaria que veía en el libre comercio con el imperio inglés una de las bases del desarrollo del país, lo acompañó en la decisión.
Llamado nuevamente el emisario inglés a la presencia de los jefes de la resistencia americana, le dijo: - Diga al General Beresford que sus condiciones son rechazadas. El es el comandante de una fuerza militar que ha invadido sin razón ni derecho alguno la sagrada tierra de los argentinos, provocando enormes daños en vidas humanas y materiales. Que se apreste porque de no mediar su rendición incondicional, en diez minutos comenzaremos el asalto final.-
Volviéndose hacia los suyos, les dijo – Es hora de que truene el escarmiento-
Avanzaron resueltamente, y todo el pueblo los acompañó.


*** Fin del Sueño

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